Menudo panorama: una monja mediática y un papa, heréticos



Sor Lucía Caram , la monja argentina afincada en Manresa, España, acaba de dar una entrevista televisiva a Risto Mejide, en la que tira por los suelos el Dogma mariano de la perpetua virginidad de la Madre de Dios. Cita: 
«Yo creo que María estaba enamorada de José y que era una pareja normal, y lo normal es tener sexo».

Que esto lo afirme un ateo tienen su pase, porque ignora voluntaria o involuntariamente las verdades de la fe. Que lo diga un laico de a pie le sitúa en estado de herejía, porque negar algún dogma (una verdad absoluta, definitiva, inmutable, infalible, irrevocable, incuestionable) significa negar la misma fe, negando la autoridad de Dios que lo ha revelado. Pero que lo diga, ante millones de personas, una monja de clausura, que se escapa del convento para destruir la fe católica, no tiene perdón de Dios.

Caram, con miles de seguidores en Twitter, mantiene una relación amistosa con Francisco quien la anima seguir “haciendo lío”. Dice la polémica religiosa, por su aprobación del matrimonio homosexual y el aborto:  “Si antes me descalificaban, ahora el Papa me ha redimido”.

Si a esto sumamos la situación a la deriva que ha provocado el naufragio de la Iglesia a manos del papa Bergoglio, donde la división aflora cada vez con más fuerza entre los que permanecen fieles a lo doctrina de Cristo y los que se apuntan a las novedades engañosas de una falsa misericordia que condona el pecado y permite el acceso a la Comunión, y por tanto la expansión universal del sacrilegio eucarístico, los católicos que tememos por nuestras almas, no podemos hacer otra cosa que encomendarnos, en este 100 aniversario de las Apariciones más trascendentes para el catolicismo, a la Virgen María. La Virgen que para muchos ya no es Virgen, porque no son capaces de concebir la convivencia pura de dos santos, ya que a ellos les pierde la lujuria aunque se llamen curas, monjas u obispos.

María no pudo ser una simple mujer pues sólo Ella, preservada del pecado de origen, se hizo digna de ser la portadora del Verbo de Dios dando forma a su Cuerpo, y en cuyo seno se obró el mayor prodigio de la historia: que todo un Dios viniera a habitar entre los hombres.

Incomprensible, que una consagrada a Dios, dedique sus esfuerzos y luchas, no en aspirar a Dios, sino en hacerle la guerra. 

Pero todo es posible en el pontificado bergogliano del “Dios de las Sorpresas”.


C. M