La resurrección de la hija de Jairo (M Valtorta)



(...)
No ha terminado de hablar cuando, de improviso, llega un hombre -creo que un siervo-, y se dirige al padre de la niña enferma que durante todo este tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada, verdaderamente en ascuas­y le dice:

-Tu hija ha muerto. No importunes ya al Maestro. Su espíritu la ha dejado. Ya las plañideras están llorando.

La madre me envía a decírtelo y te ruega que vayas enseguida.

El pobre padre exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime los ojos, se pliega como si lo hubieran herido.

Jesús, que parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que le dice la mujer y a responderle, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda curvada del pobre padre: 
-Hombre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella.
Y se pone de nuevo en marcha, manteniendo estrechado contra sí a este hombre completamente destruido.

La multitud, ante este dolor y la gracia que se ha producido, se detiene atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ligero para seguir luego como una estela a la Gracia que pasa.

Se recorren así unos cien metros, quizás más -no soy buena calculadora-; se entra cada vez más en el centro del pueblo.

Hay una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son gritos gorjeados, agudos, mantenidos en una nota monótona y que parecen dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de voces más finas, luego otro de voces más llenas. Es un alboroto capaz de producir la muerte incluso a quien está bien.

Jesús ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que Él está ahí para consolarlo con ese gesto).

Las... plañideras, que yo llamaría más bien "chillonas", al ver al jefe de la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas, golpean triángulos y sobre esta... música apoyan sus plañidos.
-Callad -dice Jesús -No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme.

Las mujeres lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien, hacen como si se los arrancaran) para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de Jesús.

Mas Él repite: «¡Callad!», tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa completamente, al menos se transforma en simple murmullo. Jesús pasa más adentro.
Entra en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada y palidísima, yace, ya vestida, ordenados con cuidado sus negros cabellos. La madre llora al pie del costado derecho de la cama, mientras besa la cérea manita de la difunta.

¡Qué hermoso está Jesús ahora! ¡Como pocas veces lo he visto! Se acerca al lecho rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo... volar. Los tres apóstoles cierran la puerta sin contemplaciones para con los curiosos y permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.

Jesús va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para tomar la manita muerta de la pequeña difunta; es también la izquierda, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la niña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Dice:

-¡Niña, Yo te lo digo, levántate!

Transcurre un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen suspendidos. Los apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos acongojados a su hija. Pasa un instante... y un suspiro alza el pecho de la pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos, como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene todavía tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro de Jesús, que la está mirando fijamente con sus ojos espléndidos, sonriéndole con alentadora bondad. Y ella también le sonríe.

-Levántate -repite Jesús, mientras aparta con su mano los objetos fúnebres que estaban colocados o sobre la propia cama o a los lados (flores, velos, etc. etc.) y la ayuda a bajar. Y hace que dé unos primeros pasos teniéndola todavía de la mano.

-Dadle de comer. Ahora -ordena Jesús -Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el milagro. Y tú, niña, sé buena.

¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa.
Sale cerrando tras sí a puerta.