Una parábola desconocida de Jesús

 Obra de María Valtorta. Las infidelidades de los discípulos en la parábola del diente de león


(...)

Decía que Jesús iba por los campos de cereales en sazón. El día está caluroso; el paraje, desierto. No se ve un solo hombre por los campos; sólo espigas maduras y árboles diseminados acá o allá. Sol, mieses, pájaros, lagartijas, matas verdes y quietas en el aire tranquilo: esto es lo que hay en torno a Jesús, que va por un camino de primer orden -cinta polvorienta y cegadora entre el cimbreo de las espigas -a cuyos lados hay respectivamente un pueblecillo y una alquería; nada más. 

Todos caminan en silencio, sudorosos. Se han despojado de sus mantos, pero, ciertamente, sufren igualmente bajo sus vestidos, que son ligeros pero de lana. Solamente Jesús con sus dos primos y Judas Iscariote llevan indumentos de lino o de cáñamo: los de Jesús y este último, sin duda, son de lino blanco; los de los hijos de Alfeo, por su compacidad, me parecen demasiado pesados como para ser de lino, y son además de color marfil intenso, justo como el del cáñamo sin blanquear. Los otros apóstoles llevan los indumentos habituales y van secándose el sudor con el lienzo que les sirve de velo. 

Llegan a un pequeño grupo de árboles que hay en un cruce de caminos. Bajo su saludable sombra se detienen, y, ávidamente, beben de los odres. 

-Está caliente como recién apartada del fuego -dice Pedro con descontento. 

-¡Si hubiera al menos un regatillo! Pero... ¡nada, nada! -suspira Bartolomé -Dentro de poco me quedaré sin agua. 

-Casi digo que es mejor la montaña -gime Santiago de Zebedeo, congestionado por el calor. 

-Lo mejor es la barca: fresca, sedante, limpia, ¡ah! -El corazón de Pedro va hacia su lago y su barca. 

-Tenéis razón todos, pero los pecadores están tanto en la montaña como en la llanura. Si no nos hubieran echado de Agua Especiosa y no nos hubieran seguido pisándonos los talones, habría venido aquí entre Tébet y Sabat. De todas formas, pronto estaremos en el litoral, donde la brisa del mar abierto refresca el aire -dice Jesús para confortar a los suyos.

-¡Sí, claro! Aquí parecemos lucios agonizantes. Pero, ¿cómo es que están tan hermosas las mieses si no hay agua? ­pregunta Pedro.

-Hay agua subterránea que mantiene húmedo el terreno -explica Jesús.

-Mejor hubiera sido que hubiera estado en la superficie, no debajo. ¿De qué me sirve si está bajo tierra? ¡Yo no soy una raíz! -dice Pedro sin reflexionar, y todos se echan a reír.

Pero, un momento después, Judas Tadeo se pone serio y dice: 

-El suelo es egoísta, como los corazones, y, como ellos, es árido; si nos hubieran dejado estar en aquel pueblo y pasar el sábado allí, habríamos tenido sombra, agua, posibilidad de descanso... pero nos han echado... 

-También habríamos tenido comida, pero ni siquiera eso. Yo tengo hambre. ¡Si hubiera fruta! Los árboles frutales están cerca de las casas. ¿Quién se atreve a acercarse? Si todos tienen el humor de aquellos... -dice Tomás, señalando al pueblo que han dejado a las espaldas, a oriente.

-Toma mi comida. Yo nunca tengo mucha hambre -dice Simón Zelote. 

-Coged también mi comida -dice Jesús -Quien se sienta más hambriento que coma.

Pero, aun juntando las provisiones de Jesús, Simón y Natanael, se ve que son muy escasas. La mirada zozobrante de Tomás y de los jóvenes lo confirma; no obstante, guardan silencio y, a pequeños mordiscos, se comen las microscópicas raciones.

El Zelote, paciente, va hacia un punto en que una verde hilera sobre la tierra quemada hace suponer la existencia de humedad. Y, efectivamente, en ese lugar hay un hilo de agua que discurre por el fondo guijarroso de un arroyuelo; es realmente un hilo, destinado a desaparecer al cabo de poco. Simón da un grito a los compañeros, que han quedado ya lejos, para que vengan a gozar de este alivio. Todos van, corriendo, por la sombra discontinua de una hilera de árboles que sigue la ribera del arroyuelo semiseco. Una vez allí, pueden refrescarse los pies polvorientos, lavarse la cara sudorosa. Antes llenan los odres, que ya estaban vacíos, y los apoyan en el agua, en donde se proyecta sombra, para tenerlos más frescos.

Se sientan al pie de un árbol y, con el cansancio que tienen, se quedan adormilados.

Jesús los mira con amor y compasión y menea la cabeza.
Simón Zelote, que había ido otra vez a beber, ve el gesto y le pregunta:

-¿Qué te pasa, Maestro?

Jesús se pone en pie, va donde Simón, le rodea los hombros con un brazo y lo lleva consigo hacia otro árbol, diciendo:

-¿Que qué me pasa? Me aflijo por vuestro cansancio. Si no supiera lo que estoy haciendo de vosotros, no me perdonaría el produciros tantas molestias. 
-¿Molestias? ¡No, Maestro! Son nuestra alegría. Todo es nada yendo contigo. Todos estamos contentos, créeme. No echamos de menos nada, no...

-Calla, Simón. La humanidad grita incluso en los buenos. Y, humanamente hablando, tenéis razón en gritar; os he separado de vuestras casas, de vuestras familias, de vuestros intereses; habéis venido conmigo pensando que seguirme sería una cosa muy distinta... De todas formas, un día este grito vuestro de ahora, este grito íntimo, se aplacará; entonces comprenderéis la belleza de haber caminado entre niebla, barro, polvo, o con un calor asfixiante, perseguidos, sedientos, cansados, hambrientos, tras el Maestro perseguido, odiado, calumniado... y... y otras cosas. Entonces todo os parecerá hermoso, porque entonces tendréis otro pensamiento y todo lo veréis con otra luz. Y me bendeciréis por haberos conducido por mi camino difícil... 

-Estás triste, Maestro. El mundo justificaría tu tristeza, de acuerdo; pero nosotros no. Nosotros estamos todos contentos...

-¿Todos? ¿Estás seguro? 

-¿Tú lo ves de otra forma?

-Sí, Simón, de otra forma. Tú estás siempre contento. Tú has comprendido; muchos otros, no. ¿Ves aquellos que duermen? ¿Sabes cuántos pensamientos rumian incluso en el sueño? ¿Y los otros discípulos? ¿Crees que serán fieles hasta la consumación de todo? Mira. Vamos a hacer ese viejo juego que tú también has hecho, sin duda de niño (Jesús coge un diente de león que se yergue entre las piedras y que ha alcanzado ya la plena maduración, se lo lleva delicadamente a la altura de la boca, sopla y... se disgrega en minúsculos vilanos que se esparcen por el aire, vagando con su borlita mantenida derecha por el minúsculo manguito). ¿Ves? Mira... ¿Cuántos han caído en mis rodillas, cual enamorados de mí? Cuéntalos... Son veintitrés. Eran, por lo menos, el triple. ¿Y los otros? Mira. Unos siguen vagando por el aire; otros, como por demasiado peso, han caído ya al suelo; algunos, orgullosos, suben, vanagloriándose de su penacho de plata; otros caen en ese barrillo que hemos formado con nuestros odres. Sólo... Mira, mira... incluso de los veintitrés que tenía en mis rodillas siete se han ido; ha sido suficiente el vuelo de ese abejorro para que se marcharan... ¿Temían algo?: quizás el aguijón; ¡los ha seducido algo?: quizás los hermosos colores negros y amarillos, o el aspecto gallardo, o las alas irisadas... Se han ido... tras una belleza falaz... Simón, lo mismo sucederá con mis discípulos. Unos por nerviosismo, otros por inconstancia, o por estar demasiado cargados, o por orgullo, o por ligereza, por amor al fango, por miedo o ingenuidad, se irán.

¿Tú crees que a todos los que ahora me dicen: "Voy contigo" los veré a mi lado cuando llegue la hora decisiva de mi misión? Los vilanos de ese diente de león que creó mi Padre eran más de setenta... ahora, en mis rodillas, hay sólo siete, pues otros se han ido también, por este movimiento del aire que ha hecho decir "sí" a los tallitos más delgados. Así será. Y pienso en las luchas que libráis por manteneros fieles a mí... Ven, Simón, vamos a ver esas libélulas que danzan sobre la superficie del agua, a menos que prefieras descansar. 

-No, Maestro. Tus palabras me han entristecido. Espero que no te abandone el leproso curado, el perseguido al que Tú rehabilitaste, el hombre solitario a quien has dado compañía, el nostálgico de afecto al que has abierto el Cielo para que encontrase amor y el mundo para que lo diera... Maestro... ¿qué piensas de Judas? El año pasado lloraste conmigo por él. Luego... no sé... Maestro, deja esas dos libélulas, mírame a mí, escúchame, esto que te voy a decir no se lo diría a ningún otro, ni a los compañeros ni a ningún amigo, pero a ti sí: no logro amar a Judas; lo confieso. Es él quien rechaza mi deseo de amarlo. No quiero decir que me trate con desprecio, no; es más, hasta incluso se muestra cortés con el viejo Zelote, al que intuye más experto que los demás en el conocimiento de los hombres. Es su modo de actuar. ¿Te parece sincero? Dímelo. 

Jesús guarda silencio durante unos momentos, como cautivado por las dos libélulas, que se han posado apenas tocando el agua y que con sus élitros irisados dibujan un pequeño arco iris, un especioso arco iris que sirve para atraer a un mosquito curioso, que acaba devorado por uno de los voraces insectos, el cual a su vez cae en vuelo víctima de un sapo que estaba agazapado (sapo o rana, no lo sé), que se la come junto con el mosquito que había cazado. 
Jesús se mueve, se levanta, pues casi se había echado para observar estos pequeños dramas de la naturaleza, y dice:

-Así es: la libélula tiene fuertes mandíbulas para nutrirse de hierbas, y alas fuertes para derribar a los mosquitos; la rana, garganta ancha para tragarse a las libélulas. Cada uno tiene lo suyo, y lo suyo usa. Vamos, Simón, que los otros se están despertando. 

-No me has respondido, Señor; no has querido hacerlo. 

-¡Pero si te he respondido! Mi sabio senequita, medita y hallarás...

Y Jesús, remontando el lecho guijarroso, va donde los discípulos, que se están despertando y ya lo buscan.