Un relato verídico de Juan Pablo ll



En abril del año 2010, en el canal de la Madre Angélica (EWTN), relataron un hecho inédito de la vida del Beato Juan Pablo II, algo muy poco conocido.

Un sacerdote norteamericano de la arquidiócesis de Nueva York se disponía a rezar en una de las parroquias de Roma cuando, al entrar, se encontró con un pordiosero. Después de observarlo durante un momento, el sacerdote se dio cuenta que conocía a aquel hombre que pedía limosna en la entrada de la puerta de la Iglesia. Era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Ahora mendigaba por las calles de Roma.

El sacerdote, tras identificarse y saludarle, escuchó de labios del mendigo cómo había perdido su fe y su vocación. Quedó el sacerdote norteamericano profundamente estremecido.

Al día siguiente el sacerdote llegado de Nueva York tenía la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa, a quien podría saludar al final de la celebración, como suele ser la costumbre. Al llegar su turno, sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario que pedía limosa y le describió brevemente la situación de su compañero al Papa Juan Pablo II.

Un día después el sacerdote neoyorquino recibió una invitación del Vaticano para cenar con el Sumo Pontífice, en la que se solicitaba llevara consigo al mendigo que pedía en la puerta de la Iglesia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su amigo el deseo del Papa. Una vez convencido el limosnero, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la facilidad de asearse.

El Sumo Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que quería confesarse con él, y que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa le contestó: “una vez sacerdote, sacerdote serás siempre”. “Pero estoy fuera de mis facultades de sacerdote”, insistió el mendigo, quien recibió como respuesta: “Yo soy el Obispo de Roma, me puedo encargar de eso”.

El hombre escuchó la confesión del Santo Padre y le pidió a su vez que escuchara su propia confesión. Después de ella el mendigo lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y lo designó asistente de párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos.

Nadie puede acallar la conciencia de que todos necesitamos la reconciliación divina.

P. Pegueros.