Entrada triunfal en Jerusalén (M Valtorta)



Cuando el cortejo entra por debajo de la bóveda de la puerta de Siloán y luego, como un torrente, irrumpe dentro de la ciudad, al pasar por el barrio de Ofel -donde todas las terrazas se han transformado en una pequeña, aérea plaza colmada de gente jubilosa que arroja a la calle flores y perfumes, tratando de que caigan sobre el Maestro, y el aire está saturado del olor de las flores que mueren bajo los pasos de las turbas y de la esencia que se esparce en el aire antes de caer al polvo del camino-, al pasar por el barrio de Ofel, el grito de la multitud parece aumentar y hacerse fuerte como si cada uno lo gritara con una bocina, porque los espacios abovedados de que está llena Jerusalén lo amplifican con resonancias continuas. 

Oigo gritar, y creo que quiere decir lo que escriben los evangelistas: 

-¡Salem, Salem melquil! -(o malquit: trato de representar el sonido de las palabras, pero es difícil porque tienen aspiraciones que nosotros no tenemos). Es un grito continuo, semejante al bramido de un mar en tempestad en que antes de que cese el fragor del golpe que azota playas y escolleras ya otro golpe lo recoge y lo alza de nuevo formando un nuevo fragor, sin tregua alguna. ¡Estoy ensordecida...! 

Perfumes, olores, gritos, agitación de ramos y de indumentos, colores, chillidos... Es una visión que aturde. 

Veo mezclarse continuamente a la muchedumbre, aparecer y desaparecer caras conocidas: todos los discípulos de todos los lugares de Palestina, todos los seguidores... Veo a Jairo, a Yaia -me parece, el jovencito de Pel.la que era ciego como su madre y al que Jesús curó. Veo a Joaquín de Bosra y a aquel campesino de la llanura de Sarón con sus hermanos; veo al anciano y solitario Matías en cuya casa, de aquel lugar del Jordán (orilla oriental), Jesús se refugió mientras todo estaba inundado; y a Zaqueo con sus amigos convertidos; veo al anciano Juan de Nob con casi todos los habitantes de esta ciudad; veo al marido de Sara de Yuttá... 

Pero ¿quién puede llevar la cuenta de caras y nombres, si es un calidoscopio de caras conocidas y desconocidas, vistas varias veces o una vez sólo?... Y ahora la cara de1 pastorcito de Enón, y junto a él el discípulo de Corazín que dejó sepultar a su padre por seguir a Jesús; y, al lado de él, un instante, al padre y la madre de Benjamín de Cafarnaúm con su hijito, que por poco si se cae debajo de las patas del asno por echarse hacia delante y recibir una caricia de Jesús. 

Y -por desgracia-caras de fariseos y escribas (lívidos de ira por este triunfo) que hienden atropelladores el círculo de amor apiñado en torno a Jesús, y gritan: 

-¡Manda callar a estos locos! ¡Hazle entrar en razón! ¡Los hosannas son sólo para Dios! ¡Di que se callen! 

A lo cual Jesús responde dulcemente: 

-¡Aunque les dijera que se callasen y me obedecieran, las piedras gritarían los prodigios de Verbo de Dios! 

Y es que, en efecto, la gente, además de gritar: «¡Hosanna, hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna a Él y a su Reino! ¡Dios está con nosotros! ¡El Emmanuel ha venido! ¡Ha venido el Reino del Cristo del Señor! ¡Hosanna! ¡Hosanna desde la Tierra hasta lo alto del Cielo! ¡Paz! ¡Paz, mi Rey! ¡Paz y bendición a ti, Rey santo! ¡Paz y gloria en los Cielos y en la Tierra! ¡Gloria a Dios por su Cristo! ¡Paz a los hombres que lo saben acoger! ¡Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad y gloria en los Cielos Altísimos porque la hora del Señor ha venido!» (y quien grita esto último es el grupo compacto de los pastores, que repiten el grito natalicio); además de estas exclamaciones continuas, la gente de Palestina narra a los peregrinos de la Diáspora los milagros que han visto, y, a quienes no saben lo que está sucediendo -por ser extranjeros, de paso fortuitamente por la ciudad-y que preguntan: «¿Pero quién es éste?, ¿qué sucede» -les explican:

-¡Es Jesús!, ¡Jesús, el Maestro de Nazaret de Galilea! ¡El Profeta! ¡El Mesías del Señor! ¡El Prometido! ¡El Santo! 

De una casa -sobrepasada su puerta poco antes porque la marcha es lentísima en medio de tanta confusión-sale un grupo de robustos jóvenes llevando en alto recipientes de cobre llenos de carbones encendidos, y de incienso que arde y esparce nubes de humo oloroso. Y otros recogen este gesto y lo repiten, de forma que muchos corren adelante o vuelven hacia atrás, a sus casas, para proveerse de fuego y resinas olorosas para quemarlas en honor del Cristo. 

Aparece la casa de Analía; la terraza, enguirnaldada con vid de hojas nuevas, temblorosas por un leve viento abrileño; presenta en el lado de la calle toda una fila de jovencitas vestidas y veladas de blanco -en cuyo centro está Analía-, con cestos de pétalos de rosas deshojadas y de muguetes, que ya revolean en el aire. 

-¡Las vírgenes de Israel te saludan, Señor! -dice Juan, que se ha abierto paso y ahora está al lado de Jesús, atrayendo su atención hacia la guirnalda de pureza que se asoma sonriendo tras el pretil para sembrar la calle de pétalos rojos como la sangre y muguetes blancos como perlas. Jesús sujeta un instante los ramales y para al pollino. Levanta la cara y la mano para bendecir a esa virginidad, enamorada de Él hasta el punto de renunciar a todo amor terreno. Y Analía se echa hacia delante y grita: -¡He visto tu triunfo, Señor! ¡Toma mi vida para tu glorificación universal! -y, mientras Jesús pasa por debajo de su casa y prosigue, lo saluda con un grito altísimo: -¡Jesús! Y otro, un grito distinto, sobrepuja el clamor de la muchedumbre. Pero la gente, a pesar de oírlo, no se detiene. Es un río de entusiasmo, un río irrefrenable de pueblo en delirio. 

Y, mientras las últimas ondas de este río están todavía fuera de las puertas, las primeras ya acometen las subidas que conducen al Templo. -¡Ahí está tu Madre! -grita Pedro señalando a una casa situada casi en la esquina de una calle que sube al Moria y por la que el cortejo se encanala. 

Y Jesús alza su cara para sonreír a su Madre, que está allí arriba entre las mujeres fieles. Un tapón producido por una nutrida caravana detiene al cortejo pocos metros después de haber sobrepasado la casa. Mientras Jesús y los otros se detienen y Él acaricia a los niños que las madres le presentan, acude un hombre y se abre paso gritando: -¡Dejadme pasar! Una mujer ha muerto. Una niña. De repente. La madre pide la presencia del Maestro. ¡Dejadme pasar! ¡Ya la salvó una vez! La gente abre paso y el hombre se apresura a ir hasta Jesús: -Maestro, la hija de Elisa ha muerto. Te ha saludado con aquel grito. Luego ha caído hacia atrás diciendo: "¡Soy feliz!" y ha expirado. Su corazón, con el gran júbilo de verte triunfador, se ha quebrado. Su madre me ha visto en la terraza que está al lado de su casa y me ha dicho que viniera a llamarte. ¡Ven, Maestro! -¡Muerta! ¡Muerta Analía! ¡Pero si estaba sana, lozana, feliz ayer mismo! Los apóstoles se arremolinan inquietos, los pastores también. Todos la han visto el día anterior en perfecto estado de salud. Poco antes la han visto rosada, sonriente... 

No comprenden esta desventura... Quieren saber, preguntan los pormenores... -No lo sé. Todos habéis oído sus palabras. Hablaba fuerte, segura. Luego la vi ceder hacia atrás, más blanca que sus vestidos, y oí a su madre que gritaba... No sé nada más. -No os inquietéis. No está muerta. Ha caído una flor y los ángeles de Dios la han recogido para llevarla al seno de Abraham. Pronto la azucena de la Tierra se abrirá feliz en el Paraíso, e ignorará para siempre el horror del mundo. Hombre, di a Elisa que no llore por el destino de su criatura. Dile que Dios ha otorgado una especial gracia a Analía, y que dentro de seis días comprenderá qué gracia ha concedido Dios a su hija. No lloréis. Que no llore nadie. Su exaltación es aún mayor que la mía, porque cortejo de la virgen son los ángeles para llevarla a la paz de los justos. Y es una exaltación eterna, que aumentará de grado y no conocerá nunca merma. 

En verdad os digo que tenéis motivo de llanto en todos vosotros y no en Analía. Vamos. Y repite a los apóstoles y a quienes están alrededor de Él: -Ha caído una flor. Se ha echado en paz y los ángeles la han recogido. Dichosa la pura de carne y corazón, porque pronto verá a Dios. -¿Pero cómo, de qué ha muerto, Señor? -pregunta Pedro, que no logra comprender. -De amor, de éxtasis, de gozo infinito. ¡Una muerte feliz! Los que están muy adelante no saben lo que está sucediendo: los que están muy atrás, tampoco. 

Por tanto, los gritos de hosanna continúan, aunque aquí, junto a Jesús, se haya creado un círculo de pensativo silencio. Juan lo rompe: -¡Quisiera seguir su misma suerte antes de los momentos que van a venir! -Yo también -dice Isaac -Quisiera ver el rostro de la jovencita muerta de amor por ti... -Os ruego que me sacrifiquéis vuestro deseo. Necesito teneros a mi lado... -No te dejaremos, Señor. ¿Pero, para la madre, ningún consuelo? -pregunta Natanael. -Me ocuparé de que lo tenga. Están ya ante las puertas de las murallas del Templo. Jesús baja del jumento. Uno de Betfagé se encarga de cuidar del pollino. Hay que tener en cuenta que Jesús no se ha parado en la primera puerta del Templo, sino que ha orillado la muralla y no se ha detenido antes de llegar al lado norte de ésta, cerca de la Antonia. Ahí baja y entra en el Templo, como para mostrar que, sintiendo inocentes todas sus acciones, no se esconde del poder dominante. El primer patio del Templo presenta el habitual jaleo de cambistas y vendedores de palomas, gorriones y corderos; sólo que ahora toda la gente deja plantados a los vendedores para ir a ver a Jesús. Jesús entra, majestuoso con su túnica purpúrea. 

Pasa su mirada por ese mercado. Mira a un grupo de fariseos y escribas que, bajo un pórtico, observan. Le centellea de indignación el rostro. En un instante se pone en el centro del patio. Una reacción improvisa que ha parecido un vuelo, el vuelo de una llama (de llama es su túnica, en efecto, bajo el sol que inunda el patio): -¡Fuera de la casa de mi Padre! Éste no es lugar de usura ni de mercado. Está escrito (Isaías 56, 7; Jeremías 7, 11): "Mi casa será llamada casa de oración". ¿Por qué habéis transformado en cueva de ladrones esta casa en que se invoca el Nombre del Señor? ¡Fuera! Limpiad mi Casa: no os vaya a suceder que en vez de correas descargue sobre vosotros los rayos de la ira celeste. ¡Fuera! Fuera de aquí los ladrones, los estafadores, los deshonestos, los homicidas, los sacrílegos, los idólatras que tienen la peor idolatría: la del propio yo soberbio, los corruptores y los embusteros. ¡Fuera! ¡Fuera! Si no, Yo os digo que el Dios altísimo arrasará para siempre este lugar y tomará venganza contra todo un pueblo. 


No repite la agresión de la otra vez, con el azote, pero, viendo que mercaderes y cambistas vacilan en obedecer, va al banco más cercano y lo vuelca, esparciendo por el suelo balanzas y monedas. Los vendedores y cambistas, visto este primer ejemplo, sin demora, ponen por obra la orden de Jesús, seguidos por el grito de Él: -¡Y cuántas veces voy a tener que decir que éste no debe ser lugar de inmundicia, sino de oración? Mira a los del Templo, los cuales, obedientes a las órdenes del Pontífice, no emprenden gesto alguno de represalia. Limpio ya el patio, Jesús se dirige hacia los pórticos, bajo los cuales hay ciegos, paralíticos, mudos, lisiados y otros enfermos que le invocan con fuerte voz. -¿Qué queréis de mí? -¡La vista, Señor! -¡Los miembros! -¡Que mi hijo hable! -¡Que mi mujer se cure! -¡Nosotros creemos en ti, Hijo de Dios! -Que Dios os escuche. 

¡Alzaos y alabad al Señor! No cura uno a uno a los muchos enfermos, sino que hace un amplio gesto con la mano, y de ella manan gracia y salud para estos pobrecillos que ahora se yerguen sanos y emiten gritos de júbilo que se mezclan con los de los muchos niños que se arriman a Jesús repitiendo: -¡Gloria, gloria al Hijo de David! ¡Hosanna a Jesús Nazareno, Rey de reyes y Señor de señores! Algunos fariseos, con fingida deferencia y voz alta dicen: -¡Maestro!, ¿oyes lo que dicen? Estos niños dicen algo que no debe decirse. ¡Repréndelos! ¡Que callen! -¿Por qué? ¿No dijo, acaso, el rey profeta, el rey de mi linaje: "De la boca de los niños y de los lactantes has hecho brotar la alabanza perfecta para confusión de tus enemigos"? (Salmo 8, 3) ¿No habéis leído esas palabras del salmista? Dejad que los niños expresen mis alabanzas. Se las inspiran sus ángeles, que ven constantemente a mi Padre y conocen sus secretos y se los transmiten a estos inocentes. Ahora dejadme todos que vaya a orar al Señor -y, pasando por delante de la gente, se introduce en el patio de los israelitas para orar... Luego, saliendo por otra puerta, pasando muy cerca de la piscina Probática, sale de la ciudad para volver hacia las lomas del monte de los Olivos. Se ve entusiastas a los apóstoles... 

Esta exaltación los hace sentirse seguros, hace que olviden completamente todo el terror que las palabras del Maestro habían suscitado... Hablan de todo... Ansían tener noticias acerca de Analía. No sin dificultad, Jesús los retiene -quieren ir-, asegurando que va a poner los medios que Él conoce... Sordos, sordos, sordos a toda voz divina de aviso... hombres, hombres, hombres a los que un grito de hosanna hace olvidar todo… Jesús habla con los domésticos de María de Magdala, que se habían unido a Él en el Templo; luego se despide de ellos... -¿Y ahora a dónde vamos? -pregunta Felipe. -¿A casa de Marcos de Jonás? -dice Juan. -No. Al campo de los Galileos. Quizá hayan venido mis hermanos. Quisiera saludarlos -dice Jesús. -Podrás hacerlo mañana» le señala Judas Tadeo.

 -Bueno es obrar mientras se puede obrar. Vamos donde los galileos. Se alegrarán de vernos. Vosotros tendréis noticias de las familias y Yo veré a los niños... -¿Y esta noche? ¿Dónde vamos a dormir? ¿En la ciudad? ¿En qué lugar? ¿Dónde está tu Madre? ¿En casa de Juana? ­pregunta Judas Iscariote. -No lo sé. Desde luego, en la ciudad no. Quizá todavía en alguna tienda galilea... -¿Pero por qué? -Porque soy el Galileo y amo a mi patria. Vamos. Se ponen en marcha subiendo hacia el campo de los Galileos -todo un albear de tiendas bajo el alegre sol abrileño-, que está arriba en el monte de los Olivos, orientado hacia Betania.