Jesús ante Anás (Ana C Emmerich)



A medianoche Jesús fue llevado al palacio de Anás y conducido a una gran sala. En la parte opuesta de la misma estaba sentado Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba sobre una tarima a la que se subía por unos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los esbirros hasta el primero de los escalones. 

El resto de la sala estaba abarrotada de soldados, de populacho, de criados de Anás y de falsos testigos que después debían acudir a casa de Caifás. Anás esperaba con gozo e impaciencia la llegada del Salvador. Estaba lleno de odio y sentía una alegría cruel porque Jesús hubiera caído por fin en sus manos. Era presidente de un Tribunal encargado de vigilar la pureza de la doctrina y de acusar delante del Sumo Sacerdote a quienes atentaban contra ella.
Jesús permanecía de pie, delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los verdugos sostenían los cabos de las cuerdas con las que tenía atadas las manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba rala, henchido de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica, fingiendo no saber por qué estaba Jesús allí y extrañándose de que Jesús fuese el prisionero que le había sido anunciado. 

Le dijo: «Pero ¿cómo?, ¿no eres tú Jesús de Nazaret? ¿Y qué haces aquí?, ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos seguidores? ¿Dónde está tu reino? Me temo que las cosas no han ido como tú esperabas. Creo que las autoridades han descubierto que no has comido el cordero pascual, del modo adecuado, en el Templo y donde debías hacerlo. ¿Es que quieres crear una nueva doctrina? ¿Quién te ha dado permiso para predicar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina? ¿Callas? ¡Habla te ordeno!»

Entonces Jesús levantó la cabeza, miró a Anás y dijo: «He hablado ya en público innumerables veces delante de todo el mundo; he predicado siempre en el Templo, en las sinagogas donde se reúnen todos los judíos; jamás he dicho nada en secreto, todo el mundo ha podido oír mis palabras. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han venido a escucharme; mira a tu alrededor, están aquí, ellos saben lo que he dicho.» A estas palabras de Jesús el rostro de Anás se contrajo de rabia y furor. 

Un infame esbirro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el muy miserable dio, con su mano cubierta con un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?» Jesús, a consecuencia de la violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones y la sangre le corrió por el rostro. La sala se llenó de insultos y risotadas y amargas palabras resonaron en ella. Los esbirros pusieron a Jesús en pie de malos modos; Nuestro Señor prosiguió luego con voz calmada: «Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»

Exasperado Anás por la serenidad de Jesús mandó a todos los que estaban presentes que prestaran testimonio de lo que le habían oído decir. Entonces estalló un sinfín de confusos clamores y de groseras imprecaciones. «Ha dicho que era rey, que Dios era su Padre, que los fariseos eran una generación adúltera; subleva al pueblo; cura en sábado; se deja llamar Hijo de Dios y Enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, con publícanos y pecadores; se junta con las mujeres de mala vida; engaña al pueblo con palabras de doble sentido; etc., etc.» 

Todas estas acusaciones eran vociferadas a la vez; algunos de los acusadores lo insultaban y le dirigían gestos amenazantes y groseros, y los guardias le pegaban y le injuriaban también mientras le decían: «Habla. ¿Por qué no contestas a sus acusaciones?» Anás y sus consejeros añadían burlas a estos ultrajes y le decían: «¿Ésta es tu doctrina? Contéstanos gran soberano, hombre enviado por Dios, danos una muestra de tu poder.» 

Después Anás añadió: «¿Quién eres tú? Tan sólo el hijo de un oscuro carpintero.» A continuación, pidió material de escritura y en una gran hoja escribió una serie de grandes letras, cada una significando una acusación contra Nuestro Señor. Después enrolló la hoja y la metió dentro de una calabacita vacía que tapó con cuidado y ató a una caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: «Toma, éste es el cetro de tu reino; aquí constan todos tus títulos, tus dignidades y todos tus derechos. 

Llévaselos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a este rey y lo lleven ante el Sumo Sacerdote.» Maniataron de nuevo a Jesús, sujetando también con ellas el simulacro de cetro que contenía las acusaciones de Anás, y lo condujeron a casa de Caifás, en medio de las burlas, de las injurias y de los malos tratos de la multitud.