Superó la vergüenza y se confesó gracias a san José


El siguiente caso infundirá valor a las almas débiles que, después de haber tenido la infelicidad de caer en culpa grave, dominadas por la vergüenza de confesarla, huyen del único remedio para su eterna vida, que es una buena y contrita confesión. Acudan estos infelices al amparo de San José, y en su protección hallarán fuerza para vencer esa cobarde timidez y mal entendida vergüenza. Esta gracia recibió un pecador vergonzante de la bondad del santo Patriarca san José, según lo refirió el mismo favorecido al P. Barry, en tiempo que éste escribía la vida de San José.

Habiendo dicha persona tenido la desgracia de cometer un enorme sacrilegio, violando un voto con que estaba ligada al Altísimo, no supo, o mejor, no quiso vencer la maldita vergüenza de confesarlo, para salir del precipicio en que había caído. De este modo permaneció algún tiempo enemistada con Dios, siempre destrozada por los remordimientos de conciencia, agitada de continuo por fundados temores de perderse, consecuencia inevitable de la culpa. 


Bien sabía ella que para el que ha infringido gravemente la ley de Dios no hay término medio: o confesión o condenación; que no podía sanar, sin querer eficazmente descubrir su llaga al médico espiritual; que no podía apagar el dolor y los torcedores de su alma, sin arrancar la espina que le hería; pero la cobardía la alejaba de la piscina de salud, y la vergüenza cerraba tristemente sus labios. 

¿Qué hacer en lance tan apurado? Por la divina misericordia ocurrióle llamar a San José al socorro de su miserable debilidad, e invocarlo contra las repugnancias que le atormentaban y le impedían triunfar de sí misma. Con esta mira resolvió obsequiar al Santo, consagrando nueve días continuos al rezo del himno y oración propios del ayo del Salvador. 

Dios bendijo sus buenos deseos; pues terminado el novenario se sintió el sacrílego completamente trocado, y revestido de tal fuerza y valor que, sobreponiéndose a sus locas y temerarias repugnancias, fue a arrojarse a los pies de un confesor, al cual, sin dudas, ambages ni reserva, manifestó la más íntimo de su atribulada conciencia. 

Con esto respiró su alma; y desde este feliz momento reverenció a San José como a su libertador y consuelo, le confió el difícil cargo de su espíritu y se impuso el deber de llevar siempre consigo la imagen del Santo, a fin de que le sirviera de impenetrable escudo contra los ataques luciferinos. No hay duda que esta filial devoción fue por mucho en la paz y fervor de que gozó en lo sucesivo. San José le recompensó su devoción y fidelidad con favores señalados, y en especial librándole de los peligros que rodeaban su alma.