Difundir la doctrina entre todos

La doctrina de Jesucristo debe llegar a todas las gentes, y muchos lugares que fueron cristianos necesitan ser evangelizados de nuevo. La misión de la Iglesia es universal y se dirige a personas de toda condición: de culturas y formas de ser diferentes, de edades bien dispares... Desde el comienzo de la Iglesia, la fe caló en jóvenes y ancianos, en gentes pudientes y en esclavos, en cultos e incultos... Los Apóstoles y quienes les sucedieron mantuvieron una firme unidad en lo necesario, y no se empeñó la Iglesia en uniformar a todos los que se convertían. Y los modos de evangelizar fueron muy diferentes también: unos cumplieron una misión importantísima con sus escritos en defensa del Cristianismo y de su derecho a existir, otros predicaron por las plazas, y la mayoría realizó un apostolado discreto en su propia familia, con sus vecinos y compañeros de oficio o de aficiones. Todos los bautizados tenían en común la caridad fraterna, la unidad en la doctrina que habían recibido, los sacramentos, la obediencia a los legítimos pastores...
En todos podemos sembrar la doctrina de Cristo, separando con delicadeza extrema los espinos que harían infructuosa la semilla. Los cristianos, en la tarea apostólica que nos ha encomendado el Señor, «no excluimos a nadie, no apartamos ningún alma de nuestro amor a Jesucristo. Por eso –aconsejaba San Josemaría Escrivá– habéis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana–, con todos vuestros compañeros de profesión; más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales». El cristiano es, por vocación, un hombre abierto a los demás, con capacidad para entenderse con personas bien diferentes por su cultura, edad o carácter.
El trato con Jesús en la oración nos lleva a tener un corazón grande en el que caben las gentes próximas y las más lejanas, sin mentalidades estrechas y cortas, que no son de Cristo. Examinemos en la oración si respetamos y amamos la diversidad de formas de ser que encontramos todos los días con quienes convivimos, si vemos como riqueza de la Iglesia el que realmente sean diferentes a nosotros en sus gustos, modos de ser o de pensar.