El cura que le robó al Diablo 80.000 almas


Uno de los ministerios más importantes en la vida del sacerdote es el sacramento de la confesión, que el santo cura de Ars lo ejerció de modo eminente y ejemplar, pasando horas y horas confesando con frío o con calor, con hambre o con dolor, pues sufría de continuos dolores de cabeza.

A los hombres que se confesaban en la capilla de san Juan Bautista, les regalaba un rosario. Y les pedía que llevaran siempre el rosario y lo rezaran. Les aconsejaba: Un buen cristiano va siempre armado con un rosario. El mío jamás me deja
A sus penitentes les imponía una pequeña penitencia y aclaraba: Yo les impongo una pequeña penitencia y lo que falta, lo hago yo por ellos.

Como tenía largas colas de penitentes, solía ser breve, iba directamente al grano sin dar mayores explicaciones. A veces sólo repetía expresiones cortas como: ¡Qué desgracia! ¡Ame a nuestro Señor! ¡Si no evita tal ocasión, se condenará! ¡Tenga piedad de su pobre alma!

En las catequesis decía: El pecado es el verdugo de Dios y el asesino del alma. De todos los pecados, la impureza es la más difícil de erradicar. Si queremos conservar la pureza del alma y del cuerpo debemos mortificar nuestra imaginación.

Controlen la imaginación, no la dejen correr como ella quisiera. Cuando el demonio ve que un alma busca llevar vida interior, procura asaltarle, llenando su imaginación de mil quimeras.

¡Hay que pedir la fe! ¡Qué triste es no tener fe! Los que no tienen fe, tienen el alma más ciega que los que no tienen ojos. Nosotros estamos en el mundo como en una niebla, pero la fe es el viento que disipa la niebla y hace brillar sobre nuestra alma el hermoso sol. Si tuviéramos fe y viéramos un alma en pecado mortal, moriríamos de temor. El alma en estado de gracia es como una blanca paloma. En estado de pecado mortal sólo es un cadáver maloliente, una carroña.

Los pecadores se parecen a los hombres que se atrevieran a jugar con un cadáver y tomaran en sus manos los gusanos de una tumba para divertirse con ellos, como si fuera una flor.

¡Qué tremendo es ultrajar a Dios! ¡Nos has creado y nos ha hecho tanto bien! ¡Pecar es el colmo de la ingratitud!.

Por eso, al hablar de los pecadores que se fabrican su propio infierno con sus pecados y su rechazo de Dios, decía: Serán malditos de Dios. ¿Por qué los hombres se exponen a ser malditos de Dios? Por una blasfemia, por un placer de dos minutos. ¡Oh, perder a Dios, perder el alma y el cielo para siempre!.

La señorita Marta de Garets nunca pudo olvidarse de un sermón en el que habló del infierno. El santo cura gritaba y decía muchas veces: ¡Malditos de Dios, malditos de Dios! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! Aquello no eran palabras, eran gemidos que arrancaban lágrimas a todos los presentes.

Y añadía: ¡Qué desgracia no poder amar al buen Dios en el infierno!. Si un condenado pudiera decir una sola vez: “Dios mío, yo os amo”, ya no habría infierno para él; pero ha perdido la capacidad de amar. Su corazón no tiene amor. Su idea del infierno era clara: Era el lugar de eternos tormentos por no querer amar al buen Dios. Quedarse con el corazón vacío de amor, habiendo sido creados por amor y para amar. Por ello un día, al oír cantar a los pajaritos del campo, decía: Pobres pajaritos, habéis sido criados para cantar y cantáis; el hombre ha sido creado para amar a Dios, y no lo ama.
Y recalcaba: Dios nos da la oportunidad de arrepentirnos porque, como buen Padre, quiere perdonarnos. No huyamos de él, que nos espera con amor. Hace falta arrepentirnos. Al momento de la absolución, el buen Dios echa los pecados a nuestras espaldas, es decir, los aniquila y ya no aparecerán jamás. Cuando el sacerdote da la absolución, sólo hay que pensar que la sangre de Cristo corre por nuestra alma y la limpia, la purifica y la hace tan bella como después del bautismo. Y, aunque el alma haya estado negra como el carbón o roja como la escarlata, queda blanca como la nieve

Dios es bueno, sabe por adelantado que después de confesarnos vamos a volver a pecar de nuevo y, sin embargo, nos perdona: ¡Qué amor el de Dios, que se olvida del futuro para perdonar!.

Hay numerosos ejemplos de pecadores a los que el santo cura decía después de su confesión: No me ha dicho todo, usted no ha dicho tal pecado. No se ha confesado de haber engañado hasta aquí a todos sus confesores, de haber estado en tal lugar con tal persona, de haber cometido tal injusticia... Otras veces, él decía simplemente: “Eso no es todo, queda todavía algo por decir”. Y no pasaba ningún día sin que él, conociendo entre la multitud a algún pecador más necesitado, le hiciera señal de acercarse o de ir a tomarlo de la mano para llevarlo al confesionario. Las principales conversiones realizadas en Ars fueron el fruto de estas llamadas directas.

En 1853, un grupo de lioneses fue a Ars. Entre ellos había un anciano, que iba por curiosidad. Cuando todos fueron a la iglesia, les dijo que él iría a encargar la comida. Después de un rato, fue a la iglesia y, en ese momento, salió del confesionario el santo cura y lo llamó de lejos. Todos le decían: Es a usted a quien llama. Él, un poco incrédulo, se acercó y el padre Vianney le estrechó la mano, diciendo:
  • -  ¿Hace mucho tiempo que no se ha confesado?
  • -  Hace treinta años.
  • -  Reflexione bien, hace treinta y tres.
  • -  Tiene razón, señor cura.
  • -  Entonces, a confesarse enseguida.

    El anciano se confesó y sintió una felicidad increíble, exclamando: “La

    confesión duró veinte minutos y me dejó cambiado”.

    Otro caso. Hacia 1840, un hombre llamado Rochette fue con su esposa y su hijo enfermo a pedir al santo la curación del niño. La esposa se confesó y comulgó. El padre Vianney salió del confesionario, buscó al esposo y lo llamó. El señor Rochette le dijo que no deseaba confesarse, y él le dijo:
  • -  Hace bastante tiempo que no se confiesa.
  • -  Unos diez años.
  • -  Ponga usted algo más.
    -  Doce años.
  • -  Algo más todavía.
  • -  Sí, desde el jubileo de 1826 (14 años).
  • -  Eso es, a fuerza de buscar se encuentra.

    Y el Señor bendijo a su hijo, pues sanó y dejó sus dos muletas en la iglesia de Ars como recuerdo.

    El padre Camelet afirma: Un día confesé a un empleado del ferrocarril y me aseguró que el santo cura de Ars lo había convertido. Me contó: “Vine a visitarlo sin intención de confesarme. Pero quedé tan impresionado a la vista de este hombre que me vino la idea de confesarme. Entré en la sacristía y me preguntó:
  • -  ¿Después de cuánto tiempo se va a confesar?
  • -  Unos 25 años.
  • -  Piense bien, desde hace 28 años.
  • -  ¿Veintiocho años?
  • -  Sí, así es. Y todavía no ha comulgado, ya que sólo recibió la absolución.
  • -  Era cierto. Yo sentí que mi fe se fortalecía y prometí a Dios no abandonar
    nunca más mi fe”.

    El padre Denis Chaland asegura: Yo tenía unos 21 ó 22 años y fui a confesarme con el padre Vianney. Me hizo entrar en su habitación y me arrodillé. Hacia la mitad de la confesión, hubo un temblor general en la habitación. Sentí miedo y me levanté. Pero él me tomó del brazo y me dijo: “No tengas miedo, es el demonio”. Al final de la confesión, me aseguró: “Es preciso que te hagas sacerdote”. Mi emoción fue muy fuerte.

    Otra vez, una empleada de la familia Cinier fue a confesarse, y se calló algo grave. Él le recalcó: Y aquello, ¿por qué no lo dices? Ella pensó: ¿cómo lo sabe? Y él, como respondiéndole, exclamó: “Tú ángel de la guarda me lo ha contado”.

    En sus sermones aconsejaba a otros sacerdotes: Hay que negar la absolución o, mejor dicho, diferirla a los pecadores habituales que recaen en el mismo pecado y que no hacen nada o muy poco para corregirse. De este número, son los que tienen costumbre de mentir en todo momento sin escrúpulo y sienten placer de decir mentiras para hacer reír a otros, al igual que aquellos que tienen costumbre de murmurar del prójimo y que siempre tienen algo que decir de ellos, como también a quienes están acostumbrados a jurar. También a los que tienen costumbre de comer a toda hora sin necesidad y los que se impacientan a cada momento por nada o los que comen o beben en exceso.
El Papa Juan Pablo II lo ponía como ejemplo y les decía a los sacerdotes el Jueves Santo de 1986: El cura de Ars estaba totalmente disponible a los penitentes que venían de todas partes y a los que dedicaba a menudo diez horas al día y, a veces, quince o más. Esta era sin duda para él la mayor de susascesis, un verdadero “martirio” físicamente por el calor, el frío o la atmósfera sofocante. También sufría moralmente por los pecados de que se acusaban y, aún más, por la falta de arrepentimiento. Decía: “Lloro por todo lo que vosotrosno lloráis”.

Pero todos sus sufrimientos los ofrecía por la salvación de los pecadores y, especialmente, por los de su parroquia y sus penitentes, a quienes consideraba sus hijos espirituales, cuya salvación Dios le había encomendado. 

Recordemos que en los últimos diez años los peregrinos debían aguardar hasta setenta horas antes de confesarse. Algunos pagaban a otros para que les hicieran la cola. Los forasteros sacaban sus billetes con validez para una semana. Había dos coches que hacían cada día el viaje de Lión a Ars. Otros dos combinaban con el ferrocarril de París-Lión en la estación de Villafranche. 

El último año de su vida, según Juan Pertinand, llegaron de ciento a ciento veinte mil peregrinos

El diablo estaba tan furioso que, en una ocasión, le dijo por medio de un poseso: Tú me haces sufrir. Si hubiera tres como tú en la tierra, mi reino sería destruido. Tú me has quitado más de 80.000 almas

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Del libro del padre Peña:


EL CURA DE ARS, SACERDOTE EJEMPLAR