Cómo cumplir el 1er Mandamiento


 Una de las mayores maravillas es el amor que nos tiene. Nos ama con amor personal e individual, a cada uno en particular. Jamás ha dejado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando cometimos los pecados más graves. Quizá, en esas tristes circunstancias, ha sido cuando más atenciones hemos recibido de Dios, como nos muestra en las parábolas en las que quiso expresar de modo singular su misericordia: la oveja perdida es la única que es llevada a hombros, la fiesta del padre de familia es para el hijo que dilapidó la herencia pero que supo volver arrepentido, la dracma perdida es cuidadosamente buscada por su dueña hasta encontrarla....
A lo largo de nuestra vida, la atención de Dios y su amor para cada uno de nosotros han sido constantes. Ha tenido presentes todas las circunstancias y sucesos por los que habíamos de pasar. Está junto a nosotros en cada situación y en todo momento: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo, hasta el último instante de nuestra vida.
¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor, a través de lo que al principio nos pareció una gran desgracia, en un amigo, en un compañero de trabajo, en el sacerdote que nos atendía... «Considerad conmigo esta maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son también las suyas, moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad, imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus discípulos».
Como muestra de amor nos dejó los sacramentos, «canales de la misericordia divina». Entre ellos, por recibirlos con más frecuencia, le agradecemos ahora de modo particular la Confesión, donde nos perdona los pecados, y la Sagrada Eucaristía, donde quiso quedarse como una muestra singularísima de amor por los hombres.
Por amor nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. Como manifestación de este amor nos ha dado también un Ángel para que nos proteja, nos aconseje y nos preste infinidad de favores hasta que llegue el fin de nuestro paso por la tierra, donde Él nos espera para darnos el Cielo prometido, una felicidad sin límites y sin término. Allí tenemos preparado un lugar.
A Él le decimos, con una de las oraciones de la Misa de hoy: Señor, que la acción de tu Espíritu en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía. Y le damos gracias por tanto Amor, por tanta atención, que no merecemos. Y procuramos encendernos en deseos: Amor, con amor se paga. Poéticamente expresa esta idea Francisca Javiera del Valle: «Mil vidas si las tuviera daría por poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con que Tú, siendo quien eres... nos amas continuamente».
Nos dice el Evangelio de la Misa: Uno de los letrados se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Respondió Jesús: El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Él espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros.
Nuestro amor a Dios se muestra en las mil pequeñas incidencias de cada día: amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. «Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto».
Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. Todo se hace llevadero si hay unión con el Señor. «Todas estas cosas, sin embargo, hállanlas difíciles los que no aman; los que aman, al revés, eso mismo les parece liviano. No hay padecimiento, por cruel y desaforado que sea, que no lo haga llevadero y casi nulo el amor». La alegría mantenida aun en medio de las dificultades es la señal más clara de que el amor de Dios informa todas nuestras acciones, pues –como comenta San Agustín– «en aquello que se ama, o no se siente la dificultad o se ama la misma dificultad (...). Los trabajos de los que aman nunca son penosos».
El amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y cada uno en su orden. «No sería justo decir: “O Dios o el hombre”. Deben amarse “Dios y el hombre”; a este último, nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es ciertamente prevalente, pero no exclusivo. La Biblia declara a Jacob santo y amado por Dios; lo muestra empleando siete años en conquistar a Raquel como mujer, y le parecen pocos años, aquellos años –tanto era su amor por ella–. Francisco de Sales comenta estas palabras: “Jacob –escribe– ama a Raquel con todas sus fuerzas y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel como a Dios, ni a Dios como a Raquel. Ama a Dios como su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a su mujer sobre todas las otras mujeres y como a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente sumo, y a Raquel con su amor marital; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no viola las supremas ventajas del amor de Dios”».
El amor a Dios se manifiesta necesariamente en el amor a los demás. La señal externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con quienes están junto a nosotros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos..., nos dejó dicho el Señor: en la delicadeza en el trato, en el respeto mutuo, en el pensar del modo más favorable de los otros, en las pequeñas ayudas en el hogar o en el trabajo, en la corrección fraterna amable y oportuna, en la oración por el más necesitado...
Pidámosle hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos.


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