Necesidad de la sinceridad -y en la Confesión

Para vivir una vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que, de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la soberbia, el temor a quedar mal.
El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí mismo: Yo soy la Verdad, mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira, todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para nosotros, que sean santificados en la verdad.
Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño, la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente el decir la verdad tal como es.
La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden. Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas consecuencias La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar siempre alerta ante la tentación de «fabricarnos» la verdad, de pretender que sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a sí mismos diciendo que «para ellos» no es pecado algo prohibido por la Ley de Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de Dios.
Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con ellas, o no decir toda la verdad: «Nunca quieres “agotar la verdad”. —Unas veces, por corrección. Otras –las más–, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía.
»Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio».
Para ser sinceros, el primer medio que hemos de emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del carácter..., que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión, abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar hacia Dios. «No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre, aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa a ser un caldo de bichos». Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que más nos cuesta.
Si rechazamos ese demonio mudo, con la ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta virtud, para nosotros y para los demás.