Poco y tarde


Apareció el jueves una extensa carta del Papa Benedicto XVI sobre el tema de los abusos sexuales en la Iglesia, que no hace más que extenderse y agravarse. Los medios de prensa del mundo, como no podía ser de otro modo, se han dedicado a criticar la carta no solamente por lo que dice sino también porque la consideran un reto a la autoridad del Francisco, el Papa en ejercicio, al que Ratzinger no priva de dedicarle algunas municiones más o menos sutiles.

No voy a repetir acá las críticas que se hacen al documento que en muchos casos son razonables. Propongo, en cambio, algunas reflexiones:

1. Una primera impresión lleva a pensar que se trata de la reacción de Ratzinger ante el mamarracho de la reunión de febrero en la que Bergoglio con los presidentes de las Conferencias Episcopales del mundo, “resolvieron” el tema de los abusos. Se trató de un encuentro vergonzoso del que emergió una sola medida concreta: la efectiva protección de los niños (inexistentes) que viven en el estado de la Ciudad del Vaticano!

2. Es un documento muy desigual en cuanto a la calidad -se mezclan anécdotas personales con reflexiones teológicas, por ejemplo- y notablemente duro. Benedicto XVI reparte críticas a la apertura sexual de los ‘60, al Concilio Vaticano II a y los teólogos disidentes,  identificándolos y nombrando a algunos, entre ellos a Kasper, como promotores de una nueva moral en la Iglesia. Contrariamente a los primaverales aires optimistas que todavía algunos se empeñan en sentir, afirma que “la Iglesia está muriendo en las almas”.  Llega incluso a referirse a la “misericordia de Dios” que le envió la muerte a un teólogo suizo antes que escribiera un libro sobre la encíclica Veritatis Splendor, lo cual nos habilita a recurrir a ese mismo Dios misericordioso a fin de suplicarle que se lleve cuanto antes de este mundo a un personaje que está haciendo a la Iglesia un daño mayor que el que habría hecho el cura helvético. Quizá haya sido eso mismo lo que insinúa Ratzinger en su carta. 

3. La lectura de la carta me llevado a reconsiderar la opinión negativa que tenía de uno de los aspectos del pontificado de Juan Pablo II, cuyo magisterio estuvo enfocado preferentemente a cuestiones morales, dejando de la lado las dogmáticas. “El problema de la Iglesia es dogmático”, decía y digo yo, “la moral viene después”, y la verdad es que ya no estoy tan seguro. Las críticas habituales que se hacen y que yo mismo hice a la insistencia de la Iglesia durante los últimos siglos sobre las cuestiones morales, y concretamente sobre la sexualidad, y que parecían exageradas, a la luz de los últimos hechos, parecen más razonables. La moral no es una consecuencia directa del dogma. Dicho de otro modo, la lex orandi y la lex credendi no siempre condicionan a la lex vivendi. Estamos asistiendo azorados a la revelación de nuevos casos de abusos monstruosos cometidos por quienes profesaban una ejemplar rectitud dogmática y se presentaban como místicos herederos de lo mejor del monacato cristiano. El sacerdote que no cultiva con virilidad las virtudes, por más tomista que sea,  por más latines que use y por más Padres que lea, no está libre de esta plaga.

4. Una de las críticas que con razón se hacen al documento ratzingeriano es que el Papa Emérito se aproxima al caso como un entomologo estudia una mariposa amazónica: acerca la lupa, descorre las alas, aumenta la luz. Y lo cierto es que Ratzinger detentó el poder directo sobre este tema durante décadas, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego como Sumo Pontífice . Es verdad que en el ejercicio de este último cargo dio muestras de efectividad y de ponerle el pecho a las balas, pero no puede decirse lo mismo de lo actuado en su función anterior. El vivía en Roma, en la que la proliferación de sacerdotes y religiosos que practicaban alegremente su homosexualidad en conventos, colegios sacerdotales y universidad pontificias, era espeluznante. Todo el mundo lo sabía, y nadie hacía nada. Miraban para el costado. 

Hay que ser justo, sin embargo, y estimo que los esfuerzos del cardenal prefecto chocaban con la voluntad de Juan Pablo II, que prefería el encubrimiento a fin de salvar la imagen de la Iglesia, y del cardenal Secretario de Estado, Angelo Sodano, apodado La Gondolfliera, que estaba involucrado directamente en las redes homosexuales del clero y que aún hoy seguiría viviendo con su amante masculino en los jardines vaticanos, según lo revela el libro de Martel. 

5. Sin embargo, a mi entender, la gran falla del documento es que no hace la más mínima alusión a lo que a juicio de algunos amigos, que comparto, es lo más grave de toda esta situación: el encubrimiento practicado durante décadas por los obispos. En cierto modo, los abusos no son el problema, puesto que abusosadores y degenerados hay en todos los ambientes, y no solo entre las filas del clero. Lo gravísimo e indignante es que los obispos continúen encubriendo y ocultando esta plaga. Pareciera que los obispos no aprenden más y, ante esta situación, quizás tenga razón Ludovicus cuando afirma que dado que la Iglesia se ha revelado incapaz de tomar medidas eficaces contra lo que, además de pecado gravísimo, es un delito, debería pedir como en los viejos tiempos la intervención del brazo secular para que sea él quien con todo el rigor que merecen los crímenes, actúe.