Cómo el Rosario le trajo milagrosamente un sacerdote al lecho de muerte


Un celoso sacerdote se complacía en referir un suceso que le acaeciera, y que es una prueba bien evidente de la bondad de la Santísima Virgen hacia las almas que en ella confían y la invocan por medio del Santísimo Rosario.
Una tarde de invierno recibió aviso dicho sacerdote de un enfermo que había de recibir los últimos Sacramentos. No siendo inminente el peligro, continuó el rezo del Breviario, apuntando antes, en su libro de notas, calle X, núm. 28, que eran las señas de la enferma. Terminado el rezo, se dirigió el sacerdote a la calle que se le había indicado, y entrando en el núm. 18, se encontró en un sombrío corredor de esas casas de vecindad donde, habitando numerosas familias, es tan difícil a veces encontrar a aquélla que se busca. No habiendo encontrado a quién preguntar el sacerdote, llama en la primera puerta, pero pronto se convenció; se había dirigido mal, pues no obtuvo otra respuesta que groseros insultos. Sin desconcertarse por esto el sacerdote, preguntó a un joven, quien le indicó dónde había una enferma grave, aunque, añadió, su nombre no era por el que preguntaba el sacerdote. Este, sin embargo, llamó a la puerta, bien persuadido de que era de allí de dónde se le avisaba. Penetró en una reducida habitación donde la miseria se presentaba por doquier. En un mal jergón yacía una mujer moribunda, y a su lado estaba sentado un hombre, que al ver al sacerdote, se levantó bruscamente, y encolerizado, dijo:
¿Qué viene Ud. ha hacer aquí?
Amigo mío, respondió el sacerdote con dulzura, se me ha avisado para vuestra pobre mujer, que parece estar muy mal, y vengo a traerla los auxilios de la Religión.
Ni mi mujer ni yo tenemos necesidad de Ud.; ni nadie le ha llamado; salga Ud. de aquí, y déjenos tranquilos.
Entonces, repuso el sacerdote, me habré equivocado de puerta; pero, de todos modos, continuó con firmeza, aquí hay una persona que va a morir, y antes de marcharme, quiero saber si desea hablarme.
¡Oh, sí, señor cura! —respondió la enferma con débil voz; yo tengo necesidad de Ud. Hace tres días que pedí un sacerdote y se me niega con crueldad. Dios os ha conducido aquí, pues yo deseo confesarme.
Ya lo oye usted, amigo mío, dijo el sacerdote dirigiéndose al marido; es su voluntad, y su voluntad suprema. Usted no puede oponerse a ella, y así le ruego nos deje solos unos momentos.
Fueron pronunciadas con tanta autoridad estas palabras y acompañadas de una actitud tan firme, que aquel hombre, como fascinado, siguió la dirección de la mano del sacerdote que le señalaba la puerta, y salió refunfuñando. La pobre mujer entonces no sabía cómo expresar su dicha y reconocimiento.
Es la Santísima Virgen, dijo al sacerdote bañada en lágrimas y mostrándole su rosario. Es la Santísima Virgen quien le ha conducido a Ud. aquí. Desde que me siento grave he rezado todos los días el Rosario suplicando a esta buena Madre no permitiera que yo muriera sin recibir los Santos Sacramentos, y he aquí que precisamente llega Ud. a tiempo, que creo voy a morir.
Pero, ¿quién me ha avisado?—dijo el sacerdote.
¡Ay! no he sido yo ni mi marido tampoco, seguramente.
El sacerdote abrió su cuaderno, y vio que no era para el núm. 18 sino el 28 para el que se le había avisado. Su memoria le había engañado. Admirado de esto, respondió a la enferma:
Verdaderamente que no hay que dudar que la Santísima Virgen es quien me ha conducido aquí, y de una manera prodigiosa. Déla Ud. gracias, y tenga plena confianza, pues es evidente que ha querido salvarla.
El buen sacerdote, después de haber cumplido su misión cerca de la enferma, se retiró conmovido hasta derramar lágrimas, y bendiciendo a María. Dirigiose en seguida al núm. 28, donde encontró la enferma que le esperaba, y volvió a su casa dichoso, con esa felicidad que inunda el corazón del sacerdote cuando siente haber sido escogido por el Señor como instrumento para la salvación de una alma. (Le Propagaieur du Rosaire.)
SANTOS DEVOTOS DEL ROSARIO
Santa Juana Francisca Chantal se obligó con voto a rezar todos los días el Santo Rosario.
ELOGIOS DEL ROSARIO
Por el Rosario se alcanzó la protección de María y se aplacó la ira del Señor. (Gregorio XIII.)