Sínodo Amazónico o cómo volver al paganismo idolátrico




En el artículo anterior mostramos cómo la Iglesia supo adaptarse a las culturas de los pueblos que fue sucesivamente evangelizando, preservando y mejorando todo lo que ellas contenían de bueno, bello y verdadero, y eliminando todo lo que había de malo, feo y errado, de manera a hacer florecer una cultura al mismo tiempo auténticamente local y profundamente cristiana. Y anunciamos que iríamos a mostrar como de ese concepto genuino de inculturación se pasó a otro completamente desviado, en el cual los misioneros apenas dialogan con los pueblos aborígenes con el fin de reforzar en ellos su cultura pagana. Ejemplo paradigmático de esa falsa inculturación fueron los misioneros jesuitas Vicente Cañas y Thomaz Aquino Lisboa, Kiwxí Yauca para los indios Mÿky, de los cuáles adoptaron todas las costumbres y atuendos.

¿Cómo fue posible pasar del uno al otro modelo? Por un proceso de transbordo teológico/pastoral inadvertido que utilizó el ideal de “inculturación” como palabra-talismán y el binomio miedo-simpatía como factor psicológico.

De un lado, los misioneros pasaron a tener miedo de ser tachados de compañeros de ruta del colonialismo y del imperialismo europeo. En efecto, bajo la influencia de los movimientos de “descolonización” política, económica y cultural posteriores a la Segunda Guerra Mundial (muy marcados por un carácter anti-occidental y, no pocas veces, por una interpretación “tercermundista”, de fondo marxista, de las relaciones entre países desarrollados y subdesarrollados), comenzó a infiltrarse en la Iglesia Católica un complejo de culpa en relación a la evangelización llevada a cabo en las antiguas colonias.

Paralelamente, la emergencia de la antropología como ciencia social independiente y el creciente interés del público por sus descubrimientos, trajo consigo un enorme movimiento de simpatía hacia los pueblos primitivos, cuyos folklores, estilos de vida, dialectos comenzaban a verse amenazados por la penetración de la técnica y de la vida moderna en sus antiguos territorios. Los misioneros no quedaron indemnes en relación a esa simpatía que abarcaba no solamente las poblaciones aborígenes sino también todos los aspectos de su cultura, inclusive los más reprobables.

Operando sobre ese fondo de miedo de ser acusada de “colonialista” y sobre la simpatía hacia la cultura de los pueblos primitivos, el concepto de “inculturación” comenzó a sufrir un desliz semántico en el vocabulario eclesial. El concepto emergente de evangelización insistía cada vez menos en la vocación misionera de transmitir la fe y cada vez más en la conveniencia, o inclusive la obligación, de preservar íntegra la cultura de los pueblos evangelizados. Del concepto original de inculturación como mera adaptación a la mentalidad local, se pasó al de un cierto mimetismo, para terminar significando una “conversión” de los misioneros, y de la propia Iglesia, a los valores profundos (paganos) de la cultura ancestral de los pueblos misionados. De evangelizadora, la Iglesia debía pasar a ser evangelizada.

Todas las congregaciones misioneras y todas las regiones donde la Iglesia desarrolla su misión ad Gentes (Extremo Oriente, Oceanía, Subcontinente Indio, África y las tres Américas) fueron víctimas de ese proceso de transbordo ideológico-pastoral. En este artículo, nos concentraremos especialmente en el caso de América Latina, en cuyo centro se sitúa la región Amazónica, objeto del próximo Sínodo.

Extravasaría sus límites hacer todo el recorrido del desliz semántico del concepto de “inculturación”, desde el decreto conciliar Ad Gentes del Vaticano II, pasando por la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi de Paulo VI y las reuniones del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Por ese motivo, estudiaremos apenas la expresión más “avanzada” del concepto de “inculturación” en los escritos del mayor intelectual de la nueva “misionología”, el P. Paulo Suess, sacerdote alemán radicado en Brasil y uno de los consultores del comité que prepara el Sínodo Pan-Amazónico (y probablemente principal redactor de su Documento Preparatorio). 
En el capítulo “La Disputa por la Inculturación” de su libro Evangelizar desde los proyectos históricos de los otros: Diez ensayos de misionología, el P. Suess ofrece los presupuestos filosóficos de matriz existencialista, subjetivista y relativista del nuevo “paradigma de la inculturación”, basado en “el reconocimiento de la alteridad irreductible de los Otros:
  • Todos los pueblos y grupos sociales tienen un proyecto histórico de vida”, codificado en la respectiva cultura, la cual define su identidad y crea “un segundo medio ambiente”.
  • Para los seres humanos la percepción de la realidad pasa siempre por un ‘filtro’ cultural” por lo que “difícilmente la visión que un grupo tiene de otro coincide con la visión que el grupo tiene de si mismo”.
  • La subjetividad y la identidad cultural borran cualquier mediación objetiva, única y universal de la realidad”; la “visión objetiva”, no alienada por el ángulo específico de cada cultura, es un mero “horizonte utópico que mueve la historia”.
  • La cultura de ningún grupo social”, ni tampoco “la cultura que vehicula ocasionalmente el Evangelio” pueden ser “normativa[s] para otro grupo”.
  • Por ende, “el sujeto pleno de la evangelización inculturada es el respectivo pueblo que recibe el Evangelio. Los pobres, los Otros, las gentes son los protagonistas de la historia de su salvación y del proceso de su evangelización”
Parafraseando la fórmula latina del IV Concilio de Letrán según la cual sólo en la Iglesia se encuentra ordinariamente la salvación, el P. Suess afirma que “extra culturam no hay revelación, ni salvación”.
En este nuevo paradigma, la predicación del misionero se torna irrelevante, pues la Iglesia “debe experimentar su irrelevancia metalingüística y su carencia de lenguaje, y debe hacerse capaz nuevamente de hablar un lenguaje contextual y que sea específico de la cultura de que se trate” lo que supone “un proceso de despojamiento, metanóia kénosis.
La evangelización pasa, entonces, a ser meramente “una presencia catalizadora que provoca cambios culturales sin interferencia explícita” del misionero, porque “un Evangelio ontológicamente perfecto, pero socio-cultural e históricamente distante de los pueblos, se volvería un Evangelio irrelevante y letra muerta”.

Por lo tanto, cada pueblo accede a la Revelación por sí mismo y no por la predicación de un misionero: “El sujeto pleno de la evangelización inculturada es el respectivo pueblo que recibe el Evangelio. Los pobres, los Otros, las gentes, son los protagonistas de la historia de su salvación y del proceso de su evangelización. (…) La interpretación o revelación de Jesucristo como logos, por ejemplo, es un ‘descubrimiento’ absolutamente contextual, por lo tanto, cultural e histórico”.

Contrariamente a la misión tradicional, “el Evangelio y los evangelizadores respetan la alteridad y preservan la identidad de los mensajes y de las culturas. La inculturación busca una proximidad respetuosa en tono de alteridad. Más aún, “evangelizar un pueblo significa colaborar con el fortalecimiento de su identidad y creer en su futuro específico”, de lo contrario, el cristianismo se transformaría en “una fuerza secularizante, ya que – como en el caso de un pueblo indígena que vive su religión íntimamente unida a su cultura – desvincula religión y cultura”.

Lo anterior implica, para la Iglesia, en la obligación de preservar en su integridad la religión pagana de los aborígenes: “ ‘Ser guaraní’ significa pertenecer a las cosmovisión de los guaraníes, ya que la religión es una respectiva sociedad indígena que es una sociedad monocultural, siempre es también una expresión de esa monocultura. (…) Pertenecer al pueblo guaraní significa no solamente tener parentesco con el pueblo guaraní, sino también pertenecer a la religión, cosmovisión y al orden social de los guaraníes”.


La inculturación pasa a ser, entonces, una “evangelización” sin Evangelio – porque esto sería “introducir una nueva memoria concurrente o paralela” – y que, además, se regocija en reconocer los dioses paganos: “Cualquier pretensión de substituir la memoria religiosa indígena por la memoria de Israel configuraría un nuevo intento de colonización. Colonizar significa no solamente ‘desenmascarar’ los ‘falsos dioses’ de los Otros como ‘verdaderos demonios’; colonizar significa también imponer ‘lo mejor’ que alguien tiene, como si fuese también lo mejor para los Otros.

¿Qué relieve tienen, entonces, para la evangelización la historia de Israel y la vida de Jesús, núcleo de la Revelación divina? Una mera fuente de inspiración: “Es claro que esta historia, paradigmática como ‘historia de salvación’, no puede querer substituir la historia de ningún pueblo, como tampoco la cultura histórica de Jesús puede imponerse como cultura modelo haciendo prevalecer sobre las otras culturas. Cualquier proyecto salvífico que sería estructuralmente incapaz de formularse a partir de las raíces histórico-culturales de un pueblo, sería de antemano un proyecto alienante y colonial, y no un proyecto salvífico o libertador”.

Surge espontáneamente la pregunta: Entonces, ¿qué papel desempeña el misionero en medio de la población “evangelizada” si ni siquiera puede hablar de Cristo? Se trata apenas de una “presencia solidaria y de testimonio” y de un “acompañar en la lucha” contra la hegemonía cultural “colonialista” de la civilización occidental, y de mostrarles a los indígenas que “la única ruptura que el Evangelio propone es la ruptura con la infidelidad a sus propios proyecto de vida ya que “el proyecto del Reino está en el corazón de sus proyectos”: “La evangelización, es rigor, es siempre recuperar la coherencia del proyecto de vida de los Otros pobres, proyecto que en las condiciones históricas donde se realiza, está siempre amenazado por estructuras de muerte”.

En ese cometido, como lo demuestra el precedente de “Yauca” (el P. Thomaz Aquino Lisboa S.J, mencionado al inicio), el “evangelizador es evangelizado y el evangelizado se vuelve evangelizador”, porque el proceso de evangelización consiste “en una relación dialéctica”, en la cual “no hay ‘agentes’ frente a ‘pacientes’ o ‘maestros’ frente a ‘alumnos’”
Eso supone, de parte del Pueblo de Dios en camino un “éxodo cultural” que exige “repensar antiguas fórmulas de nuestra fe que se volvieron incomprensibles” y “recontextualizar prácticas rituales y símbolos de fe”. Dicho en buen romance, la inculturación desemboca en una renuncia de la fe y del culto cristiano por parte de los misioneros, para adoptar las supersticiones y los rituales idolátricos ancestrales de sus camaradas de diálogo.

Tal “éxodo cultural” es precisamente lo que preconiza Raúl Fornet-Betancourt, filósofo cubano radicado en Alemania, donde ha trabajado como director del Departamento de América Latina en el Instituto Católico Missio, de la ciudad de Aquisgrán. En la ponencia que presentó en el IV Parlamento de las Religiones del Mundo, intitulada “Hacia una teología interreligiosa e intercultural de la liberación”, Fornet considera insuficiente el paradigma de la inculturación, cuyo lenguaje “delata que se sigue manteniendo todavía la conciencia de la superioridad y, con ello, de la supuesta evidencia del derecho de la iglesia católica (sic) a encarnar el evangelio en las diversas culturas”. Actitud agresiva que “supone citar las culturas – y con ellas también a sus tradiciones religiosas – ante el tribunal de las exigencias de universalización del cristianismo … para dictarles el curso que debe seguir su desarrollo”. La visión de fondo de la inculturación, prosigue, “no la lleva a ‘relativizar’ su propia tradición, en el sentido de relacionarla con las otras en plano de igualdad”.
Se trataría, entonces, de pasar “a un cristianismo universal culturalmente policéntrico” o sea una configuración de la fe “que ya no es céntrica sino peregrina” y que se expresa mejor en el término “interculturidad”.

Según el filósofo cubano de Aquisgrán, la interculturalidad “no es misión sino dimisión”, una actitud vivencial de “permanente dimisión de los derechos culturales que tenemos como propios” para que “puedan emerger en nosotros mismos contextos de acogida, espacios libres no ocupados”. Se trata de “una paciente acción de renuncia”: “renuncia a sacralizar los orígenes de las tradiciones culturales o religiosas”; “renuncia a convertir las tradiciones que llamamos propias en un itinerario escrupulosamente establecido”; “renuncia a decantar identidades delimitando entre lo propio y lo ajeno”; “renuncia a sincretizar las diferencias sobre la base de un supuesto fondo común estable”.

Estas renuncias fundamentales “pueden inspirar y orientar una nueva transformación del cristianismo”, la cual “mudaría sus inculturaciones en interculturizaciones”, rehaciendo la identidad cristiana en un proceso que “se reconfigura continuamente” y que “lo habilita para el ejercicio plural de su propia memoria”. De esa manera, “los miembros de las distintas comunidades religiosas reaprenden a confesar su identidad religiosa desde la experiencia transformativa del peregrinaje, del éxodo, donde se crean espacios ‘transreligiosos’”.

Ese llamado al éxodo pluricultural lanzado por Fornet-Betancourt parece haber sido plenamente recogido por el Mensaje Final del Seminario Latinoamericano de Obispos y Secretarios de Comisiones Episcopales sobre Pastoral en los Pueblos Originarios, celebrado en noviembre de 2018, en Bogotá, el cual declara que “el hecho de reconocer y valorar las culturas autóctonas con sus espiritualidades y sabidurías enraizadas en la tierra el cosmos, nos desafía a revisar y actualizar nuestro modo de evangelizar. Queremos dar un paso más desde la inculturación hacia la interculturidad”.

También fue plenamente acogido por los redactores del boletín Diálogo Indigenista Misionero, órgano de la Coordinación Nacional de la Pastoral Indígena de la Conferencia Episcopal Paraguaya. 
.
No es de extrañar que el mismo boletín reprodujese el siguiente trecho de la exposición del sacerdote Bartomeu Meliá, primer responsable de la pastoral indigenista en la Conferencia Episcopal paraguaya, durante la Semana Misionera 2013: “Nos hicimos la pregunta: ¿hasta qué punto podemos practicar las religiones indígenas? Casi todas las religiones tienen dos elementos esenciales: escuchar la ‘palabra revelada’ y comulgar con la comunidad (para los indígenas la danza y la chicha) (…) Las religiones indígenas nos parecen extrañas, pero esto no quita el desafío de participar de los espacios religiosos; sí, se puede practicar la religión indígena sin negar la propia, esto ensancha nuestro corazón incluso”.

Por todo lo anterior, es de temer que ese paso de incitar las comunidades católicas a retornar a la práctica de las religiones indígenas idolátricas y paganas sea dado durante la próxima Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para la región Pan-Amazónica, cuyo objetivo declarado es precisamente construir una Iglesia con rostro amazónico.