En la Fiesta del Sgdo Corazón


Hoy hemos de pedir luces para, de un modo más hondo, entender el amor de Dios a todos los hombres, a cada uno. Debemos suplicar al Espíritu Santo que, con su gracia y nuestra correspondencia, cada día podamos decir personalmente y con más hondura: he conocido el amor que Dios me tiene. A esa sabiduría –la que verdaderamente importa– llegaremos, con la ayuda de la gracia, meditando muchas veces la Humanidad Santísima de Jesús: su vida, sus hechos, lo que padeció por redimirnos de la esclavitud en la que nos encontrábamos y elevarnos a una amistad con Él, que durará por toda la eternidad. 

El Corazón de Jesús, un corazón con sentimientos humanos, fue el instrumento unido a la Divinidad para expresarnos su amor indecible; el Corazón de Jesús es el corazón de una Persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y, «por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene ahora. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la fe cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que Él mismo afirmó: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí (Jn 14, 6)».
No hubo un solo acto del alma de Cristo o de su voluntad que no estuviera dirigido a nuestra redención, a conseguirnos todas las ayudas para que no nos separemos jamás de Él, o para volver si nos hubiéramos extraviado. No hubo una parte de su cuerpo que no padeciera por nuestro amor. Toda clase de penas, injurias y oprobios las aceptó gustoso por nuestra salvación. No quedó una sola gota de su Sangre preciosísima que no fuese derramada por nosotros.
Dios me ama. Esta es la verdad más consoladora de todas y la que debe tener más resonancias prácticas en mi vida. ¿Quién podrá comprender el hondo abismo de la bondad de Jesús manifestada en la llamada que hemos recibido a compartir con Él su misma Vida, su amistad...? Una Vida y una amistad que ni la muerte logrará romper; por el contrario, la volverá más fuerte y más segura.
«Dios me ama... y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. -Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”...
»-Es la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!».
En la Misa de esta Solemnidad rezamos: Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros pecados, has depositado infinitos tesoros de caridad; te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestro amor, le ofrezcamos una amplia reparación.
De este rato de oración hemos de sacar la alegría inmensa de considerar, una vez más, el amor vivo y actual de Jesús por cada uno. ¡Un Dios con corazón de carne, como el nuestro! Jesús de Nazareth sigue pasando por nuestras calles y plazas haciendo el bien como cuando estaba en carne mortal entre los hombres: ayudando, curando, consolando, perdonando, otorgando la vida eterna a través de sus sacramentos... Son los infinitos tesoros de su Corazón, que sigue derramando a manos llenas. San Pablo enseña que, al subir a lo alto, llevó cautiva a la cautividad, y derramó sus dones sobre los hombres. Cada día son inconmensurables las gracias, las inspiraciones, las ayudas, espirituales y materiales, que recibimos del Corazón amante de Jesús. Sin embargo, Él «no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas». ¡Con cuánta frecuencia se lo hemos negado! ¡Cuántas veces ha esperado más amor, más fervor, en esa Visita al Santísimo, en aquella Comunión... !
Mucho debemos reparar y desagraviar al Corazón Sacratísimo de Jesús, Por nuestra vida pasada, por tanto tiempo perdido, por tanta tosquedad en el trato con Él, por tanto desamor... «Te pido –le decimos con palabras que dejó escritas San Bernardo– que acojas la ofrenda del resto de mis años. No desprecies, Dios mío, este corazón contrito y humillado, por todos los años que malgasté de mala manera». Dame, Señor, el don de la contrición por tanta torpeza actual en mi trato y amor hacia Ti, aumenta la aversión a todo pecado venial deliberado, enséñame a ofrecerte como expiación las contrariedades físicas y morales de cada día, el cansancio en el trabajo, el esfuerzo para dejar las labores terminadas, como Tú quieres.
Ante tantos que parecen huir de la gracia, no podemos quedar indiferentes. «No pidas a Jesús perdón tan solo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...
»Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido.