La vida es una sucesión de pequeñas conversiones


San Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre «había bebido», dice él, «con la leche materna». Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba «a la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la médula de mi ser». Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.

La vida del cristiano, nuestra vida está acompañada de frecuentes conversiones. Muchas veces hemos tenido que hacer de hijo pródigo y volver a la casa del Padre, que siempre nos espera. Todos los santos saben de esos cambios íntimos y profundos, en los que se han acercado de una manera nueva, más sincera y humilde, a Dios. Para volver al Señor es necesario no excusar nuestras flaquezas y pecados, no hacer componendas con aquello que no va según el querer de Dios. ¡Cómo recordaría San Agustín su conversión cuando años más tarde, siendo ya Obispo, predicaba a sus fieles!: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón».
Fiados de la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. «Me dices, contrito: “¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada”.

«Buscad a Dios, y vivirá vuestra alma. Salgamos a su encuentro para alcanzarle, y busquémosle después de hallarlo. Para que le busquemos, se oculta, y para que sigamos indagando, aun después de hallarle, es inmenso. Él llena los deseos según la capacidad del que investiga».
Esta fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será nuestra capacidad para seguir creciendo en su amor.
La conversión lleva siempre consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, y la vuelta sincera a Dios. Hemos de pedir con frecuencia a Nuestra Madre Santa María que nos conceda la gracia de prestarle importancia aun a lo que parece pequeño, pero que nos separa del Señor, para apartarlo y arrojarlo lejos de nosotros. Este camino de conversión parte siempre de la fe: el cristiano mira la infinita misericordia de Dios, movido por la gracia, y reconoce su culpa o su falta de correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace en el alma una esperanza más firme y un amor más seguro.
Al terminar hoy nuestra oración, no olvidemos que «a Jesús siempre se va y se “vuelve” por María». Dirígete a Ella, «pídele que te haga el regalo prueba de su cariño por ti de la contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
»Y, con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano... y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios, concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
»Continúa sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús». No olvidemos que también Dios, pacientemente, nos espera a nosotros. Nos llama a una vida de fe y de entrega más plenos. No retrasemos nuestra llegada.