No creo en la otra vida


Quizá al oír esto dirás: —¡Yo no tengo fe! No creo en la otra vida.

¿No tienes fe?... ¿No crees en Mí?... Pues si no crees en Mí, ¿por qué me persigues?... ¿Por qué declaras la guerra a los míos? ¿Por qué te rebelas contra mis leyes?... Y puesto que reclamas libertad para ti, ¿por qué no la dejas a los demás?...

¿No crees en la vida eterna?... Dime, ¿vives feliz aquí abajo?... Bien sabes que necesitas algo que no encuentras en la tierra.

Si encuentras el placer que buscas, no te satisface. Si alcanzas las riquezas que deseas, no bastan.
El cariño que anhelas, al fin, te causa hastío.


¡No! Lo que necesitas, no lo encontrarás acá... Necesitas paz; no la paz del mundo, si no la de los hijos de Dios. Y, ¿cómo la hallarás en la rebelión?

Yo te diré dónde serás feliz, dónde hallarás la paz, dónde apagarás esa sed que hace tanto tiempo te devora... No te asustes al oírme decir que la encontrarás en el cumplimiento de mi ley.

Ni te rebeles al oír hablar de ley, pues no es ley de tiranía sino de amor.

Si, mi ley es de amor, porque soy tu Padre.


Ya sabes que en el ejército debe haber disciplina y en toda familia bien ordenada, un reglamento. Así, en la gran familia de Jesucristo hay también una ley, pero llena de suavidad y de amor.

Vengo a enseñarte lo que es mi ley y lo que es mi Corazón que te la da, este Corazón al que no conoces y al que tantas veces persigues. Tú me buscas para darme la muerte y Yo te busco para darte la vida. ¿Cuál de los dos triunfará? ¿Será tu corazón tan duro que resista al que ha dado su propia vida y su amor.
En la familia los hijos llevan el apellido de su padre; así se les reconoce.

Del mismo modo mis hijos llevan el nombre de cristianos, que se les da al administrarles el Bautismo. Has recibido este nombre, eres hijo mío y como tal tienes derecho a todos los bienes de tu Padre.

Sé que no me conoces, que no me amas, antes por el contra- rio, me odias y me persigues. Pero Yo, te amo con amor infinito y quiero darte parte en la herencia a la que tienes derecho.

Escucha, pues, lo que debes hacer para adquirirla: creer en mi amor y en mi misericordia. Tú me has ofendido, Yo te perdono.

Tú me has perseguido, Yo te amo.

Tú me has herido de palabra y de obra, Yo quiero hacerte bien y abrirte mis tesoros.

No creas que ignoro cómo has vivido hasta aquí; sé que has despreciado mis gracias, y tal vez profanado mis Sacramentos. Pero te perdono.



Sor Josefa Menéndez

Un llamamiento al amor