El principal obstáculo para mi santificación


Para  este  combate espiritual de desarraigar el defecto dominante,  preciso  es  recurrir  a  tres  medios  fundamentales:  la  oración,  el examen  y  la penitencia.

La oración sincera: "Hazme conocer, Señor, el principal obstáculo para mi santificación; el que me  impide  sacar  fruto  de las  gracias  y  aun  de  las  dificultades  exteriores,  que  serían  grandemente  provechosas  para  mi  alma,  si,  cuando  se  presentan,  supiera  yo  recurrir  a Ti"  Los santos, como San Luis Bertrán, pedían aún más: "Hic ure, Domine, hic seca, ut in aeternum parcas:  Quema  y  corta  en  esta  vida,  Señor,  con  tal de que  me perdones  eternamente."  El Beato Nicolás de Flüe oraba: "Quítame, Señor, todo lo que me impide llegar hasta Ti; dame todo lo que a Ti me conduzca; tómame y entrégame todo a Ti"

Esta oración no nos dispensa del examen; al contrario, nos lleva a él. Y, como decía San Ignacio,  sería  conveniente, sobre todo a los principiantes, tomar nota cada semana de las veces que se ha cedido a este defecto dominante. Es más fácil burlarse sin provecho de este método,  que  practicarlo  fructuosamente.  Si  con  tanta  diligencia  solemos  apuntar  las entradas y salidas del dinero, seguramente que mis resultaría más provechoso saber las pérdidas y ganancias en el orden espiritual que tiene interés de eternidad. Importa  mucho,  en  fin,  imponerse  una  penitencia,  una sanción,  cadavez  que recaemos en este defecto. Tal penitencia puede ser una oración, un momento de silencio, una mortificación  interna  o  externa.  Sería  una  reparación  de  la falta,  y  una  satisfacción por  la  pena  que  le  es  debida.  Al mismo  tiempo  tendríamos  más  cuidado para  lo venidero.


Muchos se han enmendado así de la costumbre de lanzar imprecaciones, imponiéndose cada vez la obligación de dar una limosna como reparación.Antes de haber conseguido vencer nuestro defecto dominante, nuestras virtudes son con frecuencia más bien buenas inclinaciones naturales que verdaderas y sólidas virtudes. Antes  de  esta  victoria,  la  fuente  de  las  gracias  aun  no  se  derrama  muy  caudalosa  sobre nuestras  almas,  porque  todavía nos  buscamos  demasiado  a  nosotros  mismos,  y  aun  no vivimos suficientemente de Dios.Preciso  es,  en  fin,  vencer  la  pusilanimidad  que  nos  hace pensar  que  nuestra pasión dominante  nunca  la  podremos  desarraigar.  

Con  la  gracia  nos  será  dado  acabar  con  ella, porque, como dice el Concilio de Trento (Ses. vI, c. u), citando a San Agustín: "Dios no nos manda  nunca  lo  imposible;  antes,  al imponernos  sus  preceptos,  nos  ordena  hacer  lo  que podamos y pedir la gracia que nos ayude en lo que no podamos."Hase  dicho  que,  en  esta  materia,  el  combate  espiritual  es más  necesario  que  la victoria, porque si nos dispensamos de esta  lucha,  por  el  mismo  hecho  renunciamos  a  la vida  interior  y  a  tender  a  la  perfección.  Nunca  hemos  de  hacer  la paz  con  nuestros defectos.Jamás  hemos  de  creer  a  nuestro  enemigo  cuando  quiera persuadirnos  de  que  tal lucha  no conviene sino a  los  santos, para  llegar  a  las  más  altas  regiones  de  la  santidad. 

Lo cierto es que, sin esta lucha perseverante y eficaz, nuestra alma no puede sinceramente aspirar a la perfección cristiana, hacia la cual nos obliga a tender el supremo precepto de la caridad. Este precepto no tiene límites, en efecto: "Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón,  con  toda  tu  alma,  con  todas tus  fuerzas  y  con  todo  tu  espíritu;  y  al  prójimo como a ti mismo" (Luc., x,27).

Sin este combate no hay gozo interior, ni paz, porque la tranquilidad del orden, que es la paz, nace del espíritu de sacrificio; sólo él nos estabiliza interiormente en el orden, haciendo que muera todo lo que hay en nosotros de desordenado.

Uno de los defectos dominantes más difíciles de vencer es la pereza. Es posible, no obstante, conseguirlo con el auxilio de la gracia; porque Dios no manda lo imposible y nos manda orar a fin de conseguir lo que no podemos alcanzar con nuestro propio esfuerzo
Sólo  así,  la  caridad,  el  amor  de  Dios  y  de  las  almas  en Dios,  acaba  por  triunfar sobre el  defecto dominante; sólo así ocupa  esa  virtud  el  primer  rango  en  nuestra alma  y reina  en ella  eficazmente.  La  mortificación,  que  consigue  hacer  desaparecer  nuestro defecto  principal,  nos  hace  libres,  asegurándonos  el  predominio  de  nuestras  sanas cualidades naturales y la atracción de la gracia sobre nuestra alma. 

Así llegamos, poco a  poco,  a  ser  nosotros  mismos,  es  decir  a poseernos  sobrenaturalmente,  echando fuera nuestros defectos. No se trata de copiar servilmente las ajenas cualidades, ni sujetarse a un molde uniforme, idéntico para todos; la personalidad humana es muy varia y desigual, como las hojas de un árbol,  que nunca tiene dos  iguales. Pero tampoco hay que hacerse esclavo  del  propio  temperamento,  sino  transformarlo,  conservando  lo  que  en  él de bueno y aprovechable; y es preciso que el carácter sea, dentro de nuestro temperamento, como una huella de las virtudes adquiridas e infusas, sobre todo delas virtudes teologales. Si esto se consigue, entonces en vez de referirlo todo a nosotros mismos, como acontecía mientras  el  defecto  dominante  era  dueño  de nuestra  alma,  nos  sentimos  inclinados  a dirigirlo  todo  a  Dios; a  pensar  casi  constantemente  en  él y  a  vivir  sólo  para  él, aficionándole además a todos aquellos que se ponen en contacto con nosotros



Garrigou Lagrange. Las 3 Edades de la Vida Interior



(Garrigou
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Lagrange, Las tre
s edades de la vida interior,
I
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