Beneficios de la Sagrada Comunión

El Señor nos da en la Sagrada Eucaristía, a cada hombre en particular, la misma vida de la gracia que trajo al mundo por su Encarnación. Si tuviéramos más fe se realizarían en nosotros los mismos milagros al contacto con su Santísima Humanidad: en cada Comunión nos limpiaría hasta lo más profundo del alma de nuestras flaquezas e imperfecciones. ¡Haz que yo crea más y más en Ti!, nos invita a clamar, a suplicar interiormente, el himno eucarístico. Si acudimos con fe, oiremos las mismas palabras que dirigió al leproso: Quiero, sé limpio. Otras veces veremos cómo se levanta ante las olas, como en Tiberíades, para apaciguar la tempestad. Y en el alma se hará también una gran calma, se llenará de paz.
Señor Jesús, bondadoso pelícano... En la Comunión el Señor no solo ofrece un alimento espiritual, sino que Él mismo se nos da como Alimento. Antiguamente se pensaba que cuando morían los polluelos del pelícano, este se abría el costado y alimentaba con su sangre a sus hijos muertos y así los volvía a la vida... Cristo nos da la vida eterna. La Comunión, recibida con las debidas disposiciones, suscita en el alma fervientes actos de amor, y nos transforma e identifica con Cristo. El Maestro viene a cada uno de sus discípulos con su amor personal, eficaz, creador y redentor. Se nos presenta como el Salvador de nuestras vidas, ofreciéndonos su amistad. Este sacramento es alimento insustituible de toda intimidad con Jesús.
En contacto con Cristo, el alma se purifica y allí encontramos el vigor necesario para ejercitar la caridad en los mil pequeños incidentes de cada jornada, para vivir ejemplarmente los propios deberes, para vivir la santa pureza, para realizar con valentía y espíritu de sacrificio el apostolado que Él mismo nos ha encomendado... En la Sagrada Eucaristía hallamos remedio para las faltas diarias, para salir adelante en esas pequeñas dejaciones y faltas de correspondencia, que no matan el alma pero que la debilitan y la conducen a la tibieza. La Comunión fervorosa nos impulsa eficazmente hacia Dios, por encima de las propias flaquezas y cobardías. Allí encontramos diariamente las fuerzas que necesitamos, el alimento imprescindible para el alma. La vida humana tiene en Cristo su realización, su prenda de vida eterna... «Cristo es el pan de vida. Y así como el pan ordinario está en proporción al hambre terrena, así Cristo es el pan extraordinario proporcionado al hambre extraordinaria, desmedida, del hombre, capaz, más aún, inquieto por abrirse a aspiraciones infinitas... Cristo es el pan de vida. Cristo es necesario a todos los hombres, a todas las comunidades». Sin Él, no podríamos vivir.
En la Sagrada Eucaristía nos espera Jesús para restaurar nuestras fuerzas: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Y fundamentalmente agobian y fatigan esas enfermedades que fuera de Cristo no tienen remedio. Venid todos: a nadie excluye Jesús: si alguien quiere acercarse a Mí, yo no lo echaré fuera. Mientras dure el tiempo de la Iglesia militante, Jesús permanecerá con nosotros como la fuente de todas las gracias que nos son necesarias.
Con Santo Tomás de Aquino, podemos decirle a Jesús, presente en la Sagrada Eucaristía, cuando nos acerquemos a recibirle: «me acerco como un enfermo al médico de la vida, como un inmundo a la fuente de la misericordia, como un ciego a la luz de la claridad eterna, como un pobre y necesitado al Señor de cielos y tierra. Imploro la abundancia de tu infinita generosidad para que te dignes curar mi enfermedad, lavar mi impureza, iluminar mi ceguera, remediar mi pobreza y vestir mi desnudez, para que me acerque a recibir el Pan de los Ángeles, al Rey de reyes y Señor de señores con tanta reverencia y humildad, con tanta contrición y piedad, con tanta pureza y fe, y con tal propósito e intención como conviene a la salud de mi alma».
Nuestra Madre la Virgen nos impulsa siempre al trato con Jesús sacramentado: «Acércate más al Señor..., ¡más! —Hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía»