Evitar el desaliento

 «El hombre echa la semilla en la tierra cuando forma en su corazón el buen propósito (...); y la semilla germina y crece sin él darse cuenta, porque, aunque todavía no puede advertir su crecimiento, la virtud, una vez concebida, camina a la perfección, y de suyo la tierra fructifica, porque, con la ayuda de la gracia, el alma del hombre se levanta espontáneamente a obrar el bien. Pero la tierra primero produce el trigo en hierba, luego la espiga, y al fin la espiga el trigo». La vida interior necesita tiempo, crece y madura como el trigo en el campo.
La fidelidad a los impulsos que el Señor quiere darnos también se manifiesta en evitar el desaliento por nuestras faltas y la impaciencia al ver que sigue costando, quizá, llevar a término con profundidad la oración, desarraigar un defecto o acordarse más veces del Señor mientras se trabaja. El labriego es paciente: no desentierra la semilla ni abandona el campo por no encontrar el fruto esperado en un tiempo que él juzga suficiente para recogerlo; los labradores conocen bien que deben trabajar y esperar, contar con la escarcha y con los días soleados; saben que la semilla está madurando sin que él sepa cómo, y que llegará el tiempo de la siega. «La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.
»Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.
»Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia», como no la pierde el labriego con una sabiduría de siglos. Aprendamos a «apuntar muy alto» en la santidad y en el apostolado esperando el tiempo oportuno, sin desalentarnos jamás, recomenzando muchas veces en nuestros propósitos audaces.
Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que la superación de un defecto o la adquisición de una virtud no depende normalmente de violentos esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad humilde de la lucha, de la constancia en intentarlo una y otra vez, contando con la misericordia del Señor. No podemos, por impaciencia, dejar de ser fieles a las gracias que recibimos; esa impaciencia hunde sus raíces, casi siempre, en la soberbia. «Hay que tener paciencia con todo el mundo –señala San Francisco de Sales–, pero, en primer lugar, con uno mismo». 

Nada es irremediable para quien espera en el Señor; nada está totalmente perdido; siempre hay posibilidad de perdón y de volver a empezar: humildad, sinceridad, arrepentimiento... y volver a empezar, correspondiendo al Señor, que está empeñado en que superemos los obstáculos. Hay una alegría profunda cada vez que recomenzamos de nuevo. Y en nuestro paso por la tierra habremos de hacerlo muchas veces, porque faltas las habrá siempre, y tendremos deficiencias, fragilidades, pecados. Seamos humildes y pacientes. El Señor cuenta con los fracasos, pero también espera muchas pequeñas victorias a lo largo de nuestros días; victorias que se alcanzan cada vez que somos fieles a una inspiración, a una moción del Espíritu Santo.