Jesús fue encarcelado


JESÚS EN LA CÁRCEL

Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte, bajo la sala de juicios de Caifás. Dos de los cuatro esbirros se quedaron con él, pero pronto fueron relevados por otros.

No le habían devuelto aún sus vestidos y seguía cubierto con la capa ridícula que le habían puesto. Le habían atado de nuevo las manos.
Cuando el Salvador entró en prisión, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los ultrajes, insultos y golpes que había sufrido y que tenía aún que sufrir como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que en sus padecimientos se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera. Los enemigos de Nuestro Señor no le dieron ni un solo instante de reposo. Lo ataron a un pilar en medio del calabozo y no le permitieron que se apoyara en él, de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies, cansados, heridos e hinchados. Es imposible describir todo lo que estos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos, porque su vista me afectaba de tal modo que me sentía verdaderamente enferma, como a punto de morir. 

¡Qué vergonzoso, en efecto, que nuestra flaqueza nos impida contar sin repugnancia los innumerables ultrajes que el Redentor padeció por nuestra salvación! Jesús lo sufría todo sin abrir la boca, y fueron los hombres pecadores quienes perpetraron todos los ultrajes contra quien era su Hermano, su Redentor y su Dios. Jesús en su prisión, seguía rogando por sus enemigos, y cuando al fin le dieron un instante de reposo, le vi apoyado sobre el pilar y todo rodeado de luz. Estaba llegando el amanecer del día de su Pasión, del día de nuestra Redención, y se anunciaba con un tembloroso rayo de luz que entraba por el respiradero del calabozo, sobre nuestro cordero pascual cubierto de heridas. Jesús levantó sus manos atadas hacia la luz y dio gracias a su Padre en voz alta por el don de ese día deseado por los patriarcas y profetas y por el cual él mismo había suspirado con tanto ardor desde su llegada a la tierra, y respecto al cual había dicho a sus discípulos: «Debo ser bautizado con otro bautismo, y viviré esperando que se cumpla.» Jesús saludaba el día con una acción de gracias tan conmovedora en medio de sus sufrimientos que yo me sentía enormemente emocionada e intentaba repetir cada una de sus palabras como un niño. 

Era un espectáculo que rompía el corazón verlo acoger así el primer rayo de luz del gran día de su sacrificio. Los esbirros, que parecían haberse dormido un instante, se despertaron y lo miraron con sorpresa, pero no lo interrumpieron. Estaban trastornados y asustados. Jesús debió de estar todavía más o menos una hora en esa prisión.




La amarga Pasión de Cristo
Según las visiones de Ana Catalina Emmerich transcritas por Clemente Brentano