Por qué Jesús es el único Maestro



Uno solo es vuestro Maestro, Cristo. Si después ha habido maestros y doctores en su Iglesia ha sido porque Él los constituyó, subordinándolos a Él, repetidores y testigos, de lo que han visto y oído. A través de la Iglesia, del Evangelio, tal como se lee en la Iglesia, nos llega como por un canal la Buena Nueva de Cristo.

Solo se verá privado de oír su palabra quien se cierra a ella voluntariamente. Todos pueden comprenderla. La doctrina más sublime se hace accesible a los espíritus más sencillos. Los humildes, quienes se hacen pequeños como los niños, captan sin esfuerzo la doctrina, mientras que a los «sabios» que se dejan llevar por su soberbia no les da la luz el Espíritu Santo, y se quedan a oscuras, sin entender nada o deformando la verdad salvadora: Porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos.
Jesús es el Maestro de todos, nuestro Maestro. Y puede serlo porque sabe Él mismo lo que hay dentro de cada hombre. No se engaña sobre nuestras miserias y flaquezas: conoce bien el abismo de maldad que puede anidar en cada corazón. Pero conoce también, mejor que nosotros mismos, las posibilidades de generosidad, de sacrificio, de grandeza que existen también en todo corazón, y Él puede despertarlas con su Palabra viva.
La enseñanza de Cristo afecta al hombre entero en lo más profundo de su ser. «Es Maestro de una ciencia que solo Él posee: la del amor sin límites a Dios y, en Dios, a todos los hombres. En la escuela de Cristo se aprende que nuestra existencia no nos pertenece...».
Tomar a Jesús como Maestro es tomarlo por guía, andar sobre sus huellas, buscar con afán su voluntad sobre nosotros, sin desalentarnos jamás por nuestras derrotas, de las que Él nos levanta y las convierte en victorias una y otra vez. Tomarle como Maestro es querer parecernos cada vez más a Él: que los demás, al ver nuestro trabajo, nuestro comportamiento con la familia, con los extraños, y sobre todo con los más necesitados, puedan reconocer a Jesús. De la misma manera que en el trato habitual con una persona a la que se quiere mucho y se admira mucho, se termina por adoptar no solo su manera de pensar, sino sus expresiones y gestos, tratándole diariamente en la oración y meditando el santo Evangelio, nos pareceremos a Él, casi sin darnos cuenta: «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte y al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo».
 Nos dice San Pablo que la palabra de Dios es viva y eficaz (Cfr. Heb 4, 12). La doctrina de Jesús es siempre actual, nueva para cada hombre; es una enseñanza personal porque va destinada a cada uno de nosotros. No es difícil reconocernos en un determinado personaje de una parábola o comprender en lo más íntimo de nuestra alma que unas palabras de Jesús hace veinte siglos fueron pronunciadas para nosotros, como si hubiéramos sido los únicos destinatarios. Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres a través de los profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo (Cfr. Heb 1, 1). Estos días son también los nuestros. Jesucristo sigue enseñando. Sus palabras, por ser divinas y eternas, son siempre actuales.
Leer el Evangelio con fe es creer que todo lo que se dice en él está, de alguna manera, ocurriendo ahora. Es actual la marcha y la vuelta del hijo pródigo; la oveja que anda perdida y el Pastor que ha salido a buscarla; la necesidad de la levadura para transformar la masa y la luz que debe iluminar la gran oscuridad que, con demasiada frecuencia, se cierne sobre el mundo y sobre el hombre. «En los Libros sagrados, el Padre que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual». Pero debemos aprender a oír a Cristo en nuestra vida y en nuestra alma, en las muchas formas y circunstancias en las que Él nos habla.
Cierto día estaba el Señor en casa de un fariseo llamado Simón. Y le interpeló Jesús: Simón, una cosa tengo que decirte.
Cristo tiene siempre algo que decirnos, a cada uno en particular, personalmente. Para oírle hemos de tener un corazón que sepa escuchar, un corazón atento para las cosas de Dios. Él es el Maestro de siempre. Era el Maestro ayer y lo será mañana: Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. Y se dirige a cada hombre singular, a cada hombre que quiera escucharle. Todo aquel que con sinceridad de corazón busque un Norte para su vida, lo encontrará: el Señor no niega su gracia a quien de verdad lo busca.
Cuando Salomón, que amaba a Yahvé, era todavía joven, se le apareció Yahvé durante la noche en sueños, y le dijo: Pídeme lo que quieras que te dé. Y Salomón no pidió riquezas, ni poder, ni una vida larga..., sino sabiduría para gobernar al pueblo de Dios. Esto fue muy grato al Señor y le concedió un corazón sabio e inteligente, un corazón capaz de entender.
También nosotros debemos pedir ante todo un corazón capaz de escuchar y de entender esas mociones interiores del Paráclito en nuestra alma, ese lenguaje de Dios que nos habla a través del Magisterio de la Iglesia, esa doctrina que nos llega con suma claridad a través del Papa y de los obispos unidos a él, que requiere una respuesta práctica. Conviene que repasemos ahora en nuestra meditación qué empeño y qué medios ponemos para conocer bien la doctrina del Magisterio. Y no solo conocerla, sino vivirla personalmente y difundirla entre los católicos y entre los hombres de buena voluntad. El Maestro, Jesús, nos habla a través de esa doctrina.
Y, en otro orden de cosas, también hemos de saber entender el lenguaje de Dios que nos habla a través de acontecimientos y personas que nos rodean. Muy especialmente en esas sugerencias precisas que nos vienen por medio de la dirección espiritual.
Le pedimos a la Virgen un oído atento a la voz de Dios, que nos habla hoy como lo hizo hace veinte siglos, aunque a veces utilice intermediarios.