Cristo remedia nuestros males

 En el Antiguo Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir para cuidar con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y enfermas. Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los pecadores, a dar su vida como rescate por muchos. Fue Él, según se había profetizado, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido curados.
Cristo es el remedio de nuestros males: todos andamos un poco enfermos y por eso tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma». Debemos ir a Él como el enfermo va al médico, diciendo la verdad de lo que pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza, siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor. Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino».
Unas veces, el Señor actuará directamente en nuestra alma: Quiero, sé limpio, sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones, y siempre que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los sacerdotes, al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra siempre la medicina oportuna.
«Reflexionando sobre la función de este sacramento –dice el Papa Juan Pablo II–, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio..., un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como Médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis. “Yo quiero curar, no acusar” –decía San Agustín refiriéndose a la práctica pastoral penitencial–, y, gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia del pecado no degenera en desesperación». Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.
Contamos siempre con el aliento y la ayuda del Señor para volver y recomenzar. Él es quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa». No solo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se levanta. Lo malo no es tener defectos –porque defectos tenemos todos–, sino pactar con ellos, no luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a luchar.
Si alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras palabras de Jesús: Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Todo tiene remedio. Él está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente en esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las miserias. Basta ser sincero de verdad.
No lo olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro apostolado personal nos pareciera que alguien tiene una enfermedad del alma sin aparente solución. Sí la hay, siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más oración y mortificación, más comprensión y cariño.
«Se curarán todas tus enfermedades –dice San Agustín–. “Pero es que son muchas”, dirás. Más poderoso es el Médico. Para el Todopoderoso no hay enfermedad insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus manos».
Debemos llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas que le rodeaban. Como acudían los ciegos, los cojos, los paralíticos..., que deseaban ardientemente su curación. Solo aquel que se sabe y se siente manchado experimenta la necesidad profunda de quedar limpio; solamente quien es consciente de sus heridas y de sus llagas experimenta la urgencia de ser curado. Hemos de sentir la inquietud por curar aquellos puntos que nuestro examen de conciencia general o particular nos enseña que deben ser sanados.