El llanto ante Jerusalén




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El llanto ante Jerusalén y la entrada triunfal en la Ciudad Santa (María Valtorta)

Jesús pasa su brazo sobre los hombros de su Madre, que se había levantado cuando Juan y Santiago de Alfeo habían llegado donde Ella para decirle: «Tu Hijo viene». Luego éstos habían regresado para reunirse con sus compañeros, que caminan lentamente, y van hablando. Mientras, Tomás y Andrés han ido ligeros hacia Betfagé para buscar a la asna y al pollino y llevarlos a Jesús.
Jesús, entretanto, habla a las mujeres.

-Hemos llegado a la ciudad. Os aconsejo que os marchéis y vayáis seguras. Entrad antes que Yo en la ciudad. En En Rogel están todos los pastores y los discípulos más leales. Tienen la orden de escoltaros y protegeros.
-Es que... Hemos hablado con Aser de Nazaret y Abel de Belén de Galilea, y también con Salomón. Habían venido hasta aquí para observar tu llegada. La muchedumbre prepara una gran fiesta. Y queríamos ver... ¿Ves cómo se agitan las copas de los olivos? No es el viento el que las agita de ese modo. Es la gente, que coge ramas para sembrar de ellas el camino y para resguardarte del sol. ¡¿Y allá?! Mira, allá están quitando a las palmas sus ventalles. Parecen racimos, pero son hombres que han trepado a los troncos para coger y coger... Y en las laderas puedes ver cómo los niños, agachados, recogen flores. Y las mujeres, sin duda, están despojando huertos y jardines de corolas y hierbas olorosas para sembrarte el camino de flores. Nosotras queríamos ver... e imitar el gesto de María de Lázaro, que recogió todas las flores pisadas por tu pie cuando entraste en el jardín de Lázaro - ruega, por todas, María de Cleofás.
Jesús acaricia en la mejilla a su anciana pariente, que parece una niña deseosa de ver un espectáculo, y le dice:
-En medio de la masa de gente no veríais nada. Id adelante. A la casa de Lázaro. La que está custodiada por Matías. Pasaré por allí y me veréis desde arriba.

-Hijo mío... ¿y vas solo? ¿No puedo estar a tu lado? - dice María alzando una cara muy triste y fijando sus ojos de cielo en su dulce Hijo.
-Quisiera rogarte que estuvieras oculta. Como la paloma en la hendidura de la roca. ¡Más que tu presencia me es necesaria tu oración, Mamá amada!
-Si es así, Hijo mío, nosotras oraremos. Todas. Por ti.
-Sí. Después de verlo pasar, vendréis con nosotras a mi palacio de Sión. Y mandaré servidores al Templo y siempre detrás del Maestro, para que nos traigan sus órdenes y sus noticias - decide María de Lázaro, siempre rápida en captar lo que es mejor hacer y en hacerlo sin vacilación.
-Tienes razón, hermana. Aunque me duela no seguirlo, compren do la justicia de la orden. Y, además, Lázaro nos ha dicho que no contradigamos al Maestro en nada, sino que lo obedezcamos hasta en las cosas menos importantes. Y lo haremos.
-Pues entonces marchaos. ¿Veis? Las calles se animan. Están llegando los apóstoles. Marchaos. La paz sea con vosotras. Os mandaré llamar en las horas que juzgue buenas. Mamá, adiós. Ten paz. Dios está con nosotros.
La besa y se despide de ella. Y las obedientes discípulas se marchan solícitas. Los diez apóstoles llegan donde Jesús.
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-¿Las has mandado adelante?
-Sí. Verán desde una casa mi entrada.
-¿Desde qué casa? - pregunta Judas de Keriot.
-¡Son ya muchas las casas amigas! - dice Felipe.
-¿No la de Analía? - insiste Judas Iscariote.
Jesús responde negativamente y se encamina hacia Betfagé, que está poco lejos.
Cercana ya la tiene cuando vuelven los dos que habían sido enviados por la asna y el pollino. Gritan:
-Hemos encontrado las cosas como habías dicho. Y te habríamos traído los animales. Pero el dueño quiere almohazarlos

y adornarlos con los mejores jaeces, para honrarte. Y los discípulos, unidos a los que han pasado la noche en las calles de Betania, para honrarte, quieren tener el honor de traértelos. Nosotros hemos asentido. Nos ha parecido que su amor merecía un premio.

-Habéis hecho bien. Entretanto, vamos adelante.
-¿Son muchos los discípulos? - pregunta Bartolomé.
-¡Oh, una multitud! No se logra entrar por las calles de Betfagé. Por eso le he dicho a Isaac que lleve el asno a casa de

Cleante el quesero» responde Tomás.
-Has hecho bien. Vamos hasta aquel rellano del collado. Vamos a esperar a la sombra de aquellos árboles un poco.
Van a donde Jesús señala.
-¡Pero nos alejamos! ¡Pasas Betfagé rodeándola por detrás! - exclama Judas Iscariote.
-Y si quiero hacerlo, ¿quién me lo puede prohibir? ¿Acaso estoy ya prisionero, de forma que no me sea lícito ir a donde

quiera? ¿Es que hay prisa en que lo esté y se teme que pueda evadirme de la captura? Y, si juzgara oportuno alejarme por lugares más seguros, ¿alguien podría impedírmelo?
Jesús asaetea con sus ojos al Traidor, que ya no abre la boca y que se encoge de hombros como diciendo "haz lo que te parezca".
En efecto, dan la vuelta por detrás del pueblecito, que yo diría que es un suburbio de la propia ciudad, porque por el lado oeste está verdaderamente muy poco separado de la ciudad, formando parte ya de las laderas del Monte de los Olivos, que corona a Jerusalén por el lado oriental. Abajo, entre las laderas y la ciudad, el Cedrón brilla bajo el sol de Abril.

Jesús se sienta en aquel silencio verde y se concentra en sus pensamientos.
Jesús mira a la ciudad, que se extiende a sus pies. No es un collado muy alto: como mucho, como puede serlo la plaza de San Miniato del monte, en Florencia. Pero basta para que la vista domine la extensión de todas las casas y calles que suben y bajan por las pequeñas elevaciones de terreno que constituyen Jerusalén. Este collado, eso sí, respecto al Calvario, es mucho más alto, si se toma el nivel más bajo de la ciudad; y está más cerca de la muralla. Comienza verdaderamente a dos pasos de ésta. Por esta parte de las murallas, se eleva con pronunciado desnivel, mientras que, por la otra, desciende suavemente hacia una campiña toda verde que se extiende hacia el este (al menos me parece el oriente, si juzgo bien la luz solar).

Jesús y los suyos están bajo un grupo de árboles, a la sombra, sentados. Descansan del camino recorrido. Luego Jesús se levanta, deja el espacio arbolado donde estaban sentados y se llega justo hasta el borde del rellano. Su alto físico -así, erguido y solo, parece todavía más alto- destaca neto en el vacío que lo rodea. Tiene las manos recogidas sobre el pecho, sobre el manto azul, y mira serio, serio.
Los apóstoles lo observan. Pero no le estorban, no moviéndose ni hablando. Deben pensar que se ha separado para orar.
Pero Jesús no está rezando. Primero mira durante un tiempo largo a la ciudad, mira a todos sus barrios y a todas sus elevaciones y todos sus detalles, a veces fijando su mirada largamente en éste o aquel punto, otras veces con menor insistencia; luego se echa a llorar, sin convulsiones ni ruido. Las lágrimas llenan las órbitas, luego salen y ruedan por las mejillas y caen... Lagrimones silenciosos y llenos de tristeza, como de una persona que sabe que debe llorar solo, sin esperar consuelo y comprensión de alguien, por un dolor que no puede ser anulado y que, sin remisión, debe ser sufrido.
E1 hermano de Juan, por su posición, es el primero que ve ese llanto y se lo dice a los otros, los cuales, asombrados, se miran.
-Ninguno de nosotros ha hecho alguna cosa mal - dice uno.
-Tampoco ha habido insultos de la gente, ni estaba entre ella ninguno de sus enemigos – dice otro.
-¿Por qué llora entonces? - pregunta el más anciano de todos.
Pedro y Juan se levantan al mismo tiempo y se acercan al Maestro. Piensan que lo único que debe hacerse es hacerle

sentir que lo quieren y preguntarle qué le sucede.
-Maestro, ¿estás llorando? - dice Juan mientras apoya su cabeza rubia en el hombro de Jesús, que le supera en altura 
todo el cuello y la cabeza. Y Pedro, poniéndole una mano en la cintura, ciñéndole casi con un abrazo para arrimarle hacia sí, le dice: -¿Qué te aflige, Jesús? Dínoslo a nosotros, que te queremos.
Jesús apoya la mejilla en la cabeza rubia de Juan, y, abriendo los brazos, pasa a su vez el brazo por el hombro de Pedro. Permanecen en este abrazo los tres, en una postura de mucho amor. Pero el llanto sigue goteando.

Juan, que siente que desciende entre sus cabellos, le pregunta de nuevo:
-¿Por qué lloras, Maestro mío? ¿Es que te hemos adolorado nosotros?
Los otros apóstoles se han añadido al grupo amoroso y ansiosamente esperan una respuesta.
-No - dice Jesús - No vosotros. Vosotros sois amigos míos, y la amistad, cuando es sincera, es bálsamo y sonrisa, nunca

llanto. Quisiera que permanecierais siempre en esta amistad conmigo, incluso ahora, que vamos a entrar en la corrupción que fermenta y que pudre a quien no tiene decidida voluntad de conservarse honesto.
-¿A dónde vamos, Maestro? ¿No a Jerusalén? La gente ya te ha saludado con alegría. ¿Quieres defraudarla? ¿Es que vamos a Samaria para algún prodigio? ¿Justo ahora, que la Pascua está cercana?
Varios al mismo tiempo hacen las preguntas.

Jesús levanta las manos e impone silencio. Luego, con la derecha, señala a la ciudad. Un gesto amplio, como de una persona que fuera sembrando delante de sí. Y dice:
-Esa es la Corrupción. Entramos en Jerusalén. Entramos en ella. Y sólo el Altísimo sabe cómo quisiera santificarla llevando a ella la Santidad que viene de los Cielos. Santificar de nuevo, a esta que debería ser la Ciudad santa. Pero no podré hacerle nada. Corrompida está y corrompida se queda. Y los ríos de santidad que brotan del Templo vivo, y que más aún brotarán dentro de pocos días hasta dejarlo vacío de vida, no serán suficientes para redimirla. Vendrá al Santo la Samaria y el mundo pagano. Sobre los templos falsos se alzarán los templos del Dios verdadero. Los corazones de los gentiles adorarán al Cristo. Pero este pueblo, esta ciudad le será siempre adversa y su odio la llevará al mayor de los pecados. Ello debe suceder. ¡Pero, ay de aquellos que sean instrumentos de este delito! ¡Ay de ellos!...

Jesús mira fijamente a Judas, que está casi enfrente de Él.

-Eso a nosotros no nos sucederá nunca. Somos tus apóstoles y creemos en ti, dispuestos a morir por ti.
Judas miente desvergonzadamente y resiste la mirada de Jesús sin turbación. Los otros unen a ello sus declaraciones en

la misma línea.
Jesús responde a todos, evitando responder a Judas directamente.
-Quiera el Cielo que así seáis. Pero en vosotros hay todavía mucha debilidad y la tentación podría haceros semejantes a

los que me odian. Orad mucho y velad mucho por vosotros mismos. Satanás sabe que está para ser derrotado y quiere vengarse arrebatándoos de mis manos. Satanás está alrededor de todos nosotros: de mí, para impedirme hacer la voluntad del Padre y cumplir mi misión; de vosotros, para reduciros a siervos suyos. Velad. Dentro de esas murallas, Satanás se apoderará de aquel que no sepa ser fuerte. Aquel para quien el haber sido elegido será maldición, porque hizo de su elección una finalidad humana. Os he elegido para el Reino de los Cielos y no para el del mundo. Recordad esto. Y tú, ciudad que quieres tu destrucción, ciudad por la que lloro: que sepas que tu Cristo ora por tu redención. ¡Ah, si al menos en esta hora que te queda supieras venir a quien sería tu paz! ¡Sí al menos comprendieras en esta hora al Amor que pasa por ti, y te despojaras del odio que te ciega y te enloquece, que te hace cruel respecto a ti misma y a tu bien! ¡Pero llegará el día en que recordarás esta hora! ¡Demasiado tarde, entonces para llorar y arrepentirte! El Amor habrá pasado y habrá desaparecido de tus calles. Quedará el Odio que has preferido. Y el Odio se volverá contra ti, contra tus hijos. Porque se tiene lo que se ha querido y el odio se paga con el odio. Y no será, entonces, un odio de fuertes contra inermes, sino odio contra odio, y, por tanto, guerra y muerte. Acorralada por trincheras y soldados, languidecerás antes de ser destruida y verás caer a tus hijos por armas y hambre y a los supervivientes ir como prisioneros, y los verás escarnecidos, y pedirás misericordia, mas no la hallarás porque no has querido conocer tu Salud. Lloro, amigos, porque tengo corazón de hombre y las ruinas de la patria le sacan lágrimas. Pero es justo que esto se cumpla, porque la corrupción supera entre estas murallas todo límite y atrae el castigo de Dios. ¡Ay de los ciudadanos que sean causa del mal de la patria! ¡Ay de los dirigentes, que son la causa principal de ello! ¡Ay de aquellos que deberían ser santos para conducir a los demás a la honestidad, y que, al contrario, profanan la Casa de su ministerio y se profanan a sí mismos! Venid. De nada servirá mi acción. Pero ¡hagamos que la Luz resplandezca una vez más en las Tinieblas!
Y Jesús desciende, seguido por los suyos. Va rápido por el camino, el rostro serio, yo diría: casi enfadado. Y ya no habla. Entra en una casita que está al pie del collado. Y ya no veo más.

Dice Jesús (a María Valtorta):
-La escena narrada por Lucas parece sin conexión, casi ilógica. ¿Lamento las desdichas de una ciudad culpable y no tengo conmiseración de sus hábitos? No, no tengo, no puedo tener conmiseración de ellos, porque son precisamente estos hábitos los que engendran las desdichas; y verlos agudiza mi dolor. Mi ira contra los profanadores del Templo es la lógica consecuencia de mi meditación sobre las ya cercanas desdichas de Jerusalén.
Los castigos del Cielo están siempre provocados por las profanaciones del culto de Dios y de la Ley de Dios. Haciendo de la Casa de Dios una cueva de ladrones, aquellos sacerdotes indignos y aquellos indignos creyentes (de nombre sólo) atraían para todo el pueblo maldición y muerte. Es inútil dar uno u otro nombre al mal que hace sufrir a un pueblo; buscad su justo nombre en esto: "Castigo por una vida de animales". Dios se retira y el Mal avanza. Éste es el fruto de una vida nacional indigna del nombre de cristiana.
Como entonces, tampoco ahora, en esta fracción de siglo (en plena Segunda Guerra Mundial), he dejado de aguijar y llamar; pero, como entonces, lo único que he obtenido para mí y para los instrumentos por mí usados ha sido burla, indiferencia y odio. Recuerden, no obstante, las personas en particular y las naciones, recuerden que inútilmente lloran cuando antes no quisieron conocer su salvación. Inútilmente me invocan cuando en la hora en que me hallaba con ellos me expulsaron con una guerra sacrílega que, partiendo de las conciencias particulares, devotas del Mal, se extendió por toda la Nación. Las Patrias no se salvan tanto con las armas, cuanto con una forma de vida que atraiga las protecciones del Cielo.