No desaprovechar ni una sola ocasión


Cada cristiano debe ser testimonio de buena doctrina, testigo –no solo con el ejemplo: también con la palabra– del mensaje evangélico. Y debemos aprovechar cualquier oportunidad que se nos presente –sabiendo también provocar, con prudencia, esas ocasiones– con nuestros familiares, amigos, compañeros de profesión, vecinos; con aquellas personas que tratamos, aunque sea por poco tiempo, con ocasión de un viaje, de un congreso, de unas compras, de unas ventas...
Para quien desea recorrer el camino hacia la santidad, su vida no puede ser como una gran avenida de ocasiones perdidas, pues quiere el Señor que nuestras palabras se hagan eco de sus enseñanzas para mover los corazones. «Es cierto que Dios respeta la libertad humana, y que puede haber personas que no quieran volver sus ojos a la luz del Señor. Pero mucho más fuerte, y abundante, y generosa, es la gracia que Jesucristo quiere derramar sobre la tierra, sirviéndose –ahora como antes y como siempre– de la colaboración de los apóstoles que Él mismo ha elegido para que lleven su luz por todas partes».
 Al poner por obra esta reevangelización, este apostolado de la doctrina, tendremos que insistir con frecuencia en las mismas ideas, y nos esforzaremos en presentar las enseñanzas del Señor en forma atrayente (¡nada hay más atrayente!). El Señor espera a las multitudes que también hoy andan como ovejas sin pastor, sin guías y sin dirección, confundidas entre tantas ideologías caducas. Ningún cristiano debe quedar pasivo –inhibirse– en esta tarea, la única verdaderamente importante en el mundo. No caben las excusas: no valgo, no sirvo, no tengo tiempo... La vocación cristiana es vocación al apostolado, y Dios da la gracia para poder corresponder.
¿Somos verdaderamente un foco de luz, en medio de tanta oscuridad, o estamos aún atenazados por la pereza o los respetos humanos? Nos ayudará a ser más apostólicos y vencer los obstáculos el considerar en la presencia del Señor que las personas que se han cruzado en el camino de nuestra vida tenían derecho a que les ayudásemos a conocer mejor a Jesús. ¿Hemos cumplido con ese deber de cristianos? Ojalá no puedan reprocharnos –en esta vida o en la otra– que los hayamos privado de esa ayuda: hominem non habeo, no he tenido quien me diera un poco de luz entre tanta oscuridad.
La palabra de Dios es viva y eficaz, penetrante como espada de dos filos, llega hasta lo más hondo del alma, a la fuente de la vida y de las costumbres de los hombres.
Cierto día –narra el Evangelio de la Misa de hoy– los judíos enviaron a los guardias del Templo para prender a Jesús. Cuando regresaron, y ante la pregunta de sus jefes: ¿Cómo no lo habéis traído?, los guardias respondieron: Jamás nadie ha hablado así. Es de suponer que aquellos sencillos servidores estuvieron un rato entre la gente, esperando el momento oportuno para prender al Señor, pero se quedaron maravillados de la doctrina de Jesús. ¡Cuántos cambiarían la actitud si nosotros lográramos dar a conocer la figura de Cristo, la verdadera imagen que profesa nuestra Madre la Iglesia! ¡Qué ignorancia tan grande, después de veinte siglos, la de nuestro mundo e incluso la de muchos cristianos!
San Lucas dice de Nuestro Señor que comenzó a hacer y a enseñar. El Concilio Vaticano II enseña que la Revelación se llevó a cabo gestis verbisque, con obras y palabras intrínsecamente ligadas. Las obras de Jesús son obras de Dios hechas en nombre propio. Y la gente sencilla hacía comentarios: Hemos visto cosas increíbles.
Los cristianos debemos mostrar, con la ayuda de la gracia, lo que significa seguir de verdad a Jesús. «Quien tiene la misión de decir cosas grandes (y todos los cristianos tenemos esa dulce obligación de hablar de seguir a Cristo), está igualmente obligado a practicarlas», decía San Gregorio Magno. Nuestros amigos, parientes, colegas de trabajo y conocidos nos han de ver leales, sinceros, alegres, optimistas, buenos profesionales, recios, afables, valientes... A la vez que con sencillez y naturalidad mostramos nuestra fe en Cristo. «Se necesitan –dice Juan Pablo II– heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evagelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy».