Confianza filial en la oración

Esta confianza filial se manifiesta particularmente en la oración que el mismo Espíritu suscita en nuestro corazón. Él ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que son inenarrables. Gracias a estas mociones, podemos dirigirnos a Dios en el tono adecuado, en una oración rica y variada de matices, como es la vida. En ocasiones, hablaremos a nuestro Padre Dios en una queja familiar: ¿Por qué escondes tu rostro...?; o le expondremos los deseos de una mayor santidad: a Ti te busco solícito, sedienta está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta, sin aguas; o nuestra unión con Él: fuera de Ti nada deseo sobre la tierra; o la esperanza inconmovible en su misericordia: Tú eres mi Dios y mi Salvador, en Ti espero siempre.
Este afecto filial del don de piedad se manifiesta también en rogar una y otra vez como hijos necesitados, hasta que se nos conceda lo que pedimos. En la oración, nuestra voluntad se identifica con la de nuestro Padre, que siempre quiere lo mejor para sus hijos. Esta confianza en la oración nos hace sentirnos seguros, firmes, audaces; aleja la angustia y la inquietud del que solo se apoya en sus propias fuerzas, y nos ayuda a estar serenos ante los obstáculos.
El cristiano que se deja mover por el espíritu de piedad entiende que nuestro Padre quiere lo mejor para cada uno de sus hijos. Todo lo tiene dispuesto para nuestro mayor bien. Por eso la felicidad está en ir conociendo lo que Dios quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y llevarlo a cabo sin dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad divina nace la serenidad, porque sabemos que aun las cosas que parecían un mal irremediable contribuyen al bien de los que aman a Dios. El Señor nos enseñará un día por qué fue conveniente aquella humillación, aquel desastre económico, aquella enfermedad...
Este don del Espíritu Santo permite que los deberes de justicia y la práctica de la caridad se realicen con prontitud y facilidad. Nos ayuda a ver a los demás hombres, con quienes convivimos y nos encontramos cada día, como hijos de Dios, criaturas que tienen un valor infinito porque Él los quiere con un amor sin límite y los ha redimido con la Sangre de su Hijo derramada en la Cruz. El don de piedad nos impulsa a tratar con inmenso respeto a quienes nos rodean, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. Es más, el Espíritu Santo hace que en los demás veamos al mismo Cristo, a quien rendimos esos servicios y ayudas: en verdad os digo, siempre que lo hicisteis con algunos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis.
La piedad hacia los demás nos lleva a juzgarlos siempre con benignidad, «que camina de la mano con un filial afecto a Dios, nuestro Padre común»; nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas, aun las que nos pueden resultar más dolorosas. Así nos lo indicó el Señor: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores. Si el Señor se refiere aquí a ofensas graves, ¿cómo no vamos a perdonar y disculpar los pequeños roces que lleva consigo toda convivencia? El perdón generoso e incondicionado es un buen distintivo de los hijos de Dios.




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