El Don del Temor de Dios


De muchas formas nos dice el Señor que a nada debemos tener miedo, excepto al pecado, que nos quita la amistad con Dios. Ante cualquier dificultad, ante el ambiente, ante un futuro incierto... no debemos temer, debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios. Un cristiano no puede vivir atemorizado, pero sí debe llevar en el corazón un santo temor de Dios, al que por otra parte ama con locura.
A lo largo del Evangelio, «Cristo repite varias veces: No tengáis miedo... no temáis. Y a la vez, junto a estas llamadas a la fortaleza, resuena la exhortación: Temed, temed más bien al que puede enviar el cuerpo y el alma al infierno (Mt 10, 28). Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor de Dios, y este debe ser temor de amor, temor filial. Y solamente cuando este temor penetre en nuestros corazones, podremos ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores».
Entre los efectos principales que causa en el alma el temor de Dios está el desprendimiento de las cosas creadas y una actitud interior de vigilia para evitar las menores ocasiones de pecado. Deja en el alma una particular sensibilidad para detectar todo aquello que puede contristar al Espíritu Santo.
El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a la infinita Majestad de Dios, situándonos siempre en nuestro lugar, sin querer ocupar el lugar de Dios, sin recibir honores que son para la gloria de Dios. Una de las manifestaciones de la soberbia es el desconocimiento del temor de Dios.
Junto a la humildad, tiene el don de temor de Dios una singular afinidad con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. La raíz más frecuente del pecado se encuentra precisamente en la búsqueda desordenada de los placeres sensibles o de las cosas materiales, y ahí actúa este don, purificando el corazón y conservándolo entero para Dios.
El don de temor es por excelencia el de la lucha contra el pecado. Todos los demás dones le ayudan en esta misión particular: las luces de los dones de entendimiento y de sabiduría le descubren la grandeza de Dios y la verdadera significación del pecado; las directrices prácticas del don de consejo le mantienen en la admiración de Dios; el don de fortaleza le sostiene en una lucha sin desfallecimientos contra el mal.
Este don, que fue infundido con los demás en el Bautismo, aumenta en la medida en que somos fieles a las gracias que nos otorga el Espíritu Santo; y de modo específico, cuando consideramos la grandeza y majestad de Dios, cuando hacemos con profundidad el examen de conciencia, descubriendo y dando la importancia que tiene a nuestras faltas y pecados. El santo temor de Dios nos llevará con facilidad a la contrición, al arrepentimiento por amor filial: «amor y temor de Dios. Son dos castillos fuertes, desde donde se da guerra al mundo y a los demonios».
El santo temor de Dios nos conducirá con suavidad a una prudente desconfianza de nosotros mismos, a huir con rapidez de las ocasiones de pecado; y nos inclinará a una mayor delicadeza con Dios y con todo lo que a Él se refiere. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude mediante este don a reconocer sinceramente nuestras faltas y a dolernos verdaderamente de ellas. Que nos haga reaccionar como el salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley. Pidámosle que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.