El coronavirus ha demostrado nuestra falta de fe



El fenómeno más impresionante de la época del Covid-19 es la limitación mundial de las misas y del acceso a las iglesias. Y aún peor, el hecho de haber aceptado la renuncia de lo que más apreciamos, la Eucaristía, sin ni siquiera luchar. Así que reconozcamos nuestra miseria y abracemos la conversión. Sólo así esta vez no habrá sido en vano.


El período del Covid-19 será recordado como uno de los más difíciles para las libertades individuales y en particular para la libertad religiosa. De manera inédita, los fieles de todo el mundo han tenido que enfrentarse a la imposibilidad de acceder a los lugares de culto; y todo esto sin intentar siquiera encontrar un compromiso entre las precauciones necesarias para limitar la difusión del coronavirus y la defensa del derecho fundamental a la práctica religiosa. En todo el mundo, las iglesias y otros lugares de culto han sido los últimos en abrir sus puertas al público.

Aún hoy en día en Malasia, aunque la vida ha vuelto casi completamente a la normalidad, el culto sigue afrontando límites, incluida la prohibición de que los extranjeros entren en los lugares de culto, como si fueran portadores automáticos de virus. Para las iglesias católicas, el número de personas admitidas todavía está sujeto a limitaciones y el número de misas se ha reducido drásticamente.

Si bien no es sorprendente que los gobiernos de todo el mundo hayan aprovechado todas las oportunidades para frenar las libertades individuales, sí es bastante sorprendente que ninguna autoridad religiosa se haya opuesto a la imposición de medidas tan restrictivas. Y es que si se ha encontrado una forma de acceder regularmente a los supermercados (necesidades físicas), ¿por qué no podría hacerse lo mismo con los lugares de culto (necesidades espirituales)?

Sin embargo, el punto que me gustaría destacar aquí es de naturaleza más general y se refiere a la corresponsabilidad de toda la comunidad católica en el hecho de aceptar las circunstancias como si fueran inevitables o no valiera la pena luchar para cambiarlas. Con respecto al acceso de los extranjeros a los lugares de culto en Malasia, por ejemplo, se repite a menudo el mantra que depende de los Procedimientos Operativos Estándar del Gobierno (SOP, por sus siglas en inglés).

Hay confusión aquí entre la aceptación de la cruz “ad imitatio Christi” y la obligación de seguir las órdenes del Estado.

El punto aquí está relacionado con el mantra de las SOP. Preguntémonos, ¿cómo reaccionaríamos si nos dijeran que no podemos ver a nuestros hijos por un tiempo indefinido por alguna razón decidida por el Gobierno? ¿No reaccionaríamos? ¿No nos sentiríamos injustamente privados de nuestro derecho a vivir con nuestra familia? ¿No estaríamos devastados por el dolor?

La respuesta natural que todos tenemos en nuestros corazones revela cuánto necesitamos misericordia: nuestra fe es tan pobre que no reconocemos que la Eucaristía es realmente lo más valioso que tenemos. ¿No es la Eucaristía el verdadero fundamento de nuestra fe? ¿No es el sacrificio del Dios vivo –que  ocurre en cada Eucaristía- la única fuente de significado para nuestros afectos y acciones? ¿No es la posibilidad de nutrirnos místicamente con el Cuerpo de Cristo la única y verdadera fuente de vida para nosotros?

Nos hemos rendido sin luchar por el bien más preciado que tenemos. Hemos permitido que la mayor interrupción en la cadena de suministro de nuestra vida espiritual y esencial ocurra sin levantar la voz.

Si este encierro ha hecho algo bueno ha sido, con suerte, hacernos conscientes de lo miserables y decrépitos que somos, para que nos demos cuenta de lo pequeña y débil que es nuestra fe, tan débil que permitimos que el mundo nos violara sin siquiera darse cuenta de que estábamos siendo violados.
Reconocer nuestra miserable condición, sin embargo, es la gran gracia necesaria para abrazar la conversión y llegar a estar más enamorados del Dios vivo y hambrientos de Su cuerpo místico.

¡Que una nueva conciencia aumente nuestra fe!

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