Consecuencias de la filiación divina


 La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos». Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus. Cada vez hemos de parecernos más a Él. 

Nuestra vida debe reflejar la suya. Por eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.

La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.


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