Dejémosle hacer a Dios




Sí, queridas almas, almas sencillas, dejad a Dios lo que le corresponde y, con paz y dulzura, id hilando vuestro copo. Estad convencidas de que lo que os pasa interiormente, así como exteriormente, es lo mejor. Dejadle hacer a Dios y estadle abandonadas. Permitid que la punta del cincel y de la aguja actúen. No sintáis en todas estas vicisitudes tan grandes una simple aplicación de colores, que parecen emborronar vuestra tela. Y a todas esas operaciones no reaccionéis sino con la manera totalmente uniforme y simple de un completo abandono, con el olvido propio y con el cumplimiento de vuestro deber. Seguid, pues, vuestra marcha y, sin saber el mapa del país, los alrededores, los nombres, las circunstancias, los lugares, seguid a ciegas vuestro camino y todo lo preciso se os dará pasivamente. Buscad únicamente el reino de Dios y su justicia por el amor y la obediencia, y todo se os dará por añadidura [+Mt 6,34]. 

Cuántas veces se ven personas que se preguntan con inquietud: «¿quién nos dará la santidad y la perfección, la mortificación, la dirección?». Dejadles decir, dejad que busquen en los libros los términos y condiciones de esta maravillosa obra, su naturaleza y sus fases. Pero vosotros permaneced en paz unidos a Dios por vuestro amor, y caminada a ciegas por el camino cierto y derecho de vuestras obligaciones.

Los ángeles, en esta noche, están a vuestro lado, y sus manos os rodean como una barrera. Si Dios quiere de vosotros algo más, su inspiración ya os lo hará conocer. La voluntad de Dios da a todas las cosas un orden sobrenatural y divino. Todo lo que toca y abarca, y todos los objetos sobre los que se extiende, llegan a santidad y perfección, porque su virtud no tiene límites.

Siempre fieles a los deberes propios

Para divinizar así todas las cosas y no desviarse ni torcerse, es necesario siempre discernir si la inspiración recibida de Dios, la que como tal entiende el alma, no le separa en absoluto de sus deberes de estado; en cuyo caso, la ordenación de Dios debe ser preferida, sin que haya nada que temer, excluir o distinguir. Es para el alma el momento precioso, el más santificante para ella, y puede estar segura de que así cumple la voluntad de Dios.

Cada santo es santo por el cumplimiento de este mismos deberes a que Dios la aplica. En modo alguno hay que medir la santidad por las cosas mismas, por su naturaleza y cualidades propias, sino por el cumplimiento de esa voluntad divina que santifica el alma, y obra en ella iluminándola, purificándola y mortificándola. Toda la virtud de lo que llamamos santo está, pues, en esta voluntad de Dios. Y así nada se debe buscar, nada rechazar, sino tomarlo todo de su parte y nada sin ella. Libros, sabios consejos, oraciones vocales, afecciones interiores, vienen ordenados por la voluntad de Dios, son todo cosas que iluminan, dirigen, unifican.






Jean-Pierre de Caussade

El abandono en la divina Providencia