¿Todos somos hijos de Dios?




En el Salmo II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo. El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito.

Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza. Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.

Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. «El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). Él es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia».

La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos.... El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como hijo, también heredero.

Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada».



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