Ayudar a los hombres a encontrar a Jesús



El Evangelio de la Misa presenta a Jesús enseñando a la muchedumbre venida de muchas aldeas de Galilea y de Judea; se juntaron tantos que ya ni a la puerta había sitio. Entonces vienen trayéndole un paralítico, que era transportado por cuatro. A pesar de sus denodados intentos no logran llegar hasta Jesús, pero ellos no cejaron en su empeño de aproximarse al Maestro con el amigo que yacía en una camilla. Entonces, cuando otros habrían desistido por las dificultades que les cerraban el paso, ellos no se arredraron y subieron hasta el tejado, levantaron la techumbre por el sitio donde se encontraba el Señor y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla con el paralítico. Jesús se quedó admirado de la fe y de la audacia de estos hombres. Y por ellos, y por la humildad del paralítico que se ha dejado ayudar, realizó un gran milagro: el perdón de los pecados del enfermo y la curación de su parálisis.

El paralítico representa, de algún modo, a todo hombre al que sus pecados o su ignorancia impiden llegar hasta Dios. San Ambrosio, comentando este pasaje, exclama: «¡Qué grande es el Señor, que por los méritos de algunos perdona a los otros!». Los amigos que llevan hasta el Señor al enfermo incapacitado son un ejemplo vivo de apostolado. Los cristianos somos instrumentos del Señor para que realice verdaderos milagros en nuestros amigos que, por tantos motivos, se encuentren como incapacitados por sí mismos para llegar hasta Cristo que les espera.

La tarea apostólica ha de estar movida por el afán de ayudar a los hombres a encontrar a Jesús. Para ello, entre otras cosas, se requieren una serie de virtudes sobrenaturales, como vemos en la actuación de los amigos de este enfermo de Cafarnaún. Son hombres que tienen una gran fe en el Maestro, a quien ya habían tratado en otras ocasiones; quizá fue el mismo Jesús quien les dijo que lo llevaran hasta Él. Y es una fe con obras, pues ponen los medios ordinarios y extraordinarios que el caso requiere. Son hombres llenos de esperanza y optimismo, convencidos de que Jesucristo es lo único que verdaderamente necesita el amigo.

El relato del Evangelio nos deja ver también muchas virtudes humanas, necesarias en toda labor de apostolado. En primer lugar son hombres que han echado fuera los respetos humanos: nada les importa lo que piensen los demás –había mucha gente– por su acción, que podía ser fácilmente juzgada como extremosa, intempestiva, distinta de lo que hacían los demás que habían acudido a oír al Maestro. Solo les importa una cosa: llegar hasta Jesús con su amigo, cueste lo que cueste. Y esto solo es posible cuando se tiene una gran rectitud de intención, cuando lo único que importa es el juicio de Dios y nada, o muy poco, el juicio de los hombres. ¿Actuamos también nosotros así? ¿Nos importa en algunas ocasiones más el «qué dirán» las gentes que el juicio de Dios? ¿Tenemos reparo en distinguirnos de los demás, cuando precisamente lo que espera el Señor, y también quienes ven nuestras acciones, es que nos distingamos llevando a cabo aquello que debemos hacer? ¿Sabemos mantener en público, cuando sea necesario, nuestra fe y nuestro amor a Jesucristo?



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