La «falsa prudencia» en la vida cristiana


Los amigos del paralítico ejercitaron en su tarea la virtud de la prudencia, que lleva a buscar el mejor camino para lograr su fin. Dejaron a un lado la «falsa prudencia», la que llama San Pablo prudencia de la carne, que fácilmente se identifica con la cobardía, y lleva a buscar solo lo que es útil para el bien corporal, como si fuera este el principal o el único fin de la vida. La «falsa prudencia» equivale al disimulo, la hipocresía, la astucia, el cálculo interesado y egoísta, que mira principalmente el interés material. Y, por eso, esta falsa virtud es, en realidad, miedo, temor, cobardía, soberbia, pereza... Si estos hombres se hubieran dejado llevar por la prudencia de la carne, su amigo no habría llegado hasta Jesús, y ellos no habrían sentido el inmenso gozo que vieron brillar en la mirada de Jesús, cuando curó al enfermo. Se habrían quedado a la entrada de la casa abarrotada de gente, y ni siquiera habrían oído desde allí a Jesús.

Aquellos hombres vivieron plenamente la virtud de la prudencia, que nos dice en cada caso lo que conviene hacer -aunque sea difícil- o dejar de hacer, la que nos enseña los medios que conducen al fin que pretendemos, la que nos indica cuándo y cómo debemos obrar. Aquellos amigos conocían bien su fin –llegar hasta el Señor– y buscaron medios para realizarlo: subir a la terraza de la casa, hacer un agujero suficientemente grande y descolgar al paralítico en su camilla, hasta estar delante de Jesús. No les importaron mucho las palabras falsamente «prudentes» de otras personas que les aconsejaban esperar otra ocasión.

Estos hombres de Cafarnaún fueron verdaderos amigos de aquel que por sí mismo no podía llegar hasta el Maestro, pues «es propio del amigo hacer bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más necesitados», y no existe mayor necesidad que la de Dios. Por eso, la primera muestra de aprecio por los amigos es la de acercarlos más y más a Cristo, fuente de todo bien; no contentarnos con que no hagan el mal y no lleven una conducta desordenada, sino lograr que aspiren a la santidad, a la que han sido llamados –todos– y para la que el Señor les dará las gracias necesarias. No existe favor más grande que este de ayudarles en su camino hacia Dios. No encontraremos un bien mayor que darles. Por eso, debemos aspirar a tener muchos amigos y fomentar amistades auténticas.

«El verdadero amigo no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria, también la defensa clara y sin paliativos».

La amistad ha sido, desde los comienzos, el cauce natural por el que muchos han encontrado la fe en Jesucristo y la misma vocación a una entrega más plena. Es un camino natural y sencillo, que elimina muchos obstáculos y dificultades. El Señor tiene en cuenta con frecuencia este medio para darse a conocer. Los primeros discípulos que conocieron al Señor fueron a comunicar la Buena Nueva, antes que a ningún otro, a los que amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su amigo Natanael; Juan seguramente encaminó hacia el Señor a su hermano Santiago. ¿Hacemos así nosotros? ¿Deseamos comunicar cuanto antes a quienes más aprecio tenemos el mayor bien que hemos encontrado? ¿Hablamos de Dios a nuestros amigos, a nuestros familiares, a los compañeros de estudio o de trabajo? ¿Es nuestra amistad un cauce para que otros se acerquen más a Cristo?



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