La tolerancia a Bergoglio conducirá a la persecución de los cristianos (Viganò)




Reverendo y querido sacerdote de Cristo,


He recibido su carta, en la que me plantea algunas cuestiones serias sobre la crisis de autoridad en la Iglesia, crisis que se está agudizando en los últimos años y, en particular, durante la "emergencia pandémica", con motivo de la cual se ha dejado de lado la gloria de Dios y la salvación de las almas en beneficio de una presunta salud del cuerpo.(...) 

Tampoco la Iglesia es una excepción, como podemos observar dolorosamente: el poder se ejerce a menudo para castigar a los buenos y premiar a los malvados; las sanciones canónicas sirven casi siempre para excomulgar a los que permanecen fieles al Evangelio; los dicasterios y órganos de la Santa Sede complacen al error e impiden la propagación de la Verdad. El propio Bergoglio, que debería representar a la máxima Autoridad de la Tierra, utiliza el poder de las Sagradas Llaves para complacer la agenda globalista y promover doctrinas heterodoxas, muy consciente de ese Prima Sedes a nemine judicatur que le permite actuar sin ser molestado.


Esta situación es obviamente anómala, porque en el orden establecido por Dios se debe obedecer a quienes representan la autoridad. Pero en este admirable kosmos Satanás insinúa el caos, manipulando el elemento frágil y pecaminoso: el hombre. Lo señalas muy bien en tu carta, querido Sacerdote: "Ahora bien, lo más diabólico que ha conseguido nuestro enemigo, es utilizar al mismo que se presenta ante el mundo investido de la autoridad conferida por Jesucristo a su Iglesia, para hacer el mal, y con ello "por un lado para involucrar en el mal a algunos de los buenos, por otro para escandalizar a los buenos que se dan cuenta", y luego contextualiza esta situación en el caso actual: "La autoridad de Jesús ha sido utilizada abusivamente para justificar y propugnar una operación terrible, que se presenta bajo el falso nombre de vacunación".


Estoy de acuerdo contigo sobre las valoraciones de inmoralidad objetiva de la llamada vacuna Covid-19, por el uso de material derivado de fetos abortados. También estoy de acuerdo en la absoluta insuficiencia -científica, además de filosófica y doctrinal- del documento promulgado por la CDF (Congregación para la Doctrina de la Fe), cuyo Prefecto se limita a ejecutar supinamente órdenes más que discutibles dadas desde arriba: la obediencia de los réprobos es emblemática, en estas coordenadas, porque puede ignorar casualmente la autoridad de Dios y de la Iglesia, en nombre de un servilismo cortesano al autoritarismo del superior inmediato.


No obstante, quiero señalar que el documento de la Santa Sede es especialmente insidioso no sólo por haber analizado sólo un aspecto remoto, por así decirlo, de la composición del fármaco (sin tener en cuenta la permisibilidad moral de una acción que no pierde gravedad con el paso del tiempo); sino por haber ignorado deliberadamente que para "refrescar" el material fetal original es necesario añadir periódicamente nuevos fetos, extraídos de abortos del tercer mes provocados ad hoc, y que los tejidos deben ser extraídos de criaturas aún vivas, con el corazón latiendo. Dada la importancia del asunto y la denuncia de la comunidad científica católica, la omisión de un elemento integral para la producción de la vacuna en un comunicado oficial confirma, en la hipótesis más generosa, una escandalosa incompetencia y, en la más realista, la voluntad deliberada de hacer pasar por moralmente aceptables vacunas producidas con abortos provocados. Este tipo de sacrificios humanos, en su aspecto más abyecto y sangriento, es considerado entonces como insignificante por un Departamento de la Santa Sede en nombre de la nueva religión de la salud, de la que Bergoglio es un acérrimo defensor.


Coincido con usted en la omisión de las evaluaciones relativas a la manipulación genética inducida por algunas vacunas que actúan a nivel celular, con fines que las empresas farmacéuticas no se atreven a confesar, pero que la comunidad científica ha denunciado ampliamente y cuyas consecuencias a largo plazo aún se desconocen. Pero la CDF evita escrupulosamente expresarse incluso sobre la moralidad de la experimentación en seres humanos, admitida por los mismos productores de vacunas, que se reservan el derecho de proporcionar datos sobre esta experimentación masiva sólo dentro de algunos años, cuando se podrá comprender si el medicamento es eficaz y al precio de efectos secundarios permanentes. Al igual que la CDF calla sobre la moralidad de especular vergonzosamente con un producto que se presenta como el único remedio contra un virus de la gripe (coronavirus) que aún no ha sido aislado sino sólo secuenciado. En ausencia de aislamiento viral, no es científicamente posible producir el antígeno de la vacuna, por lo que toda la operación de Covid se muestra -quien no esté cegado por los prejuicios o la mala fe- en toda su criminal falsedad e intrínseca inmoralidad. 


Una falsedad confirmada no sólo por el énfasis casi religioso con el que se presenta el papel salvador de la llamada vacuna, sino también por la obstinada negativa de las autoridades sanitarias mundiales a reconocer la validez, la eficacia y el bajo coste de los tratamientos existentes, desde el plasma hiperinmune hasta la hidroxicloroquina y la ivermectina, pasando por la ingesta de vitamina C y D para reforzar el sistema inmunitario y el tratamiento oportuno de los primeros síntomas. No olvidemos que si hay personas mayores o debilitadas en salud que han muerto con Covid, es porque la OMS ha prescrito a los médicos de cabecera no tratar los síntomas, indicando para los que tienen complicaciones un tratamiento hospitalario absolutamente inadecuado y perjudicial. La Santa Sede también guarda silencio sobre estos asuntos, cómplice evidente de una conspiración contra Dios y el hombre.


Volvamos ahora a la autoridad. Escribe: "Por lo tanto, quien se enfrenta a personas investidas de la Autoridad de Jesús que evidentemente actúan en contra de Su mandato, se encuentra en la condición de preguntarse si puede o no obedecer su Autoridad, cuando en situaciones terribles como ésta, los que ejercen la autoridad en nombre de Jesús van claramente en contra de Sus Mandatos". La respuesta nos viene de la doctrina católica, que pone límites muy claros a la autoridad de los prelados y a la autoridad suprema del Papa. En este caso me parece evidente que no es competencia de la Santa Sede expresar valoraciones que, por la forma en que son expuestas y analizadas y por las evidentes omisiones en que incurren, no pueden entrar en lo más mínimo en el marco determinado por el Magisterio. El problema, bien mirado, es lógico y filosófico, incluso antes de ser teológico o moral, porque los términos de la quæstio son incompletos y erróneos, y por tanto errónea e incompleta será la respuesta.


Esto no quita nada a la seriedad del comportamiento de la CDF, pero al mismo tiempo es precisamente al traspasar los límites propios de la autoridad eclesiástica que se confirma el principio general de la doctrina, y con ello también la infalibilidad que el Señor garantiza a su Vicario cuando pretende enseñar una verdad relativa a la Fe o a la Moral como Pastor Supremo de la Iglesia. Si no hay una verdad que enseñar; si esta verdad no tiene nada que ver con la Fe y la Moral; si el que promulga esta enseñanza no tiene la intención de hacerlo con la Autoridad Apostólica; si la intención de transmitir esta doctrina a los fieles como una verdad que hay que tener y creer no es explícita, la asistencia del Paráclito no está garantizada, y la autoridad que la promulga puede ser -y en ciertos casos debe ser- ignorada. Por lo tanto, los fieles pueden resistir el ejercicio ilegítimo de la autoridad legítima, el ejercicio de la autoridad ilegítima o el ejercicio ilegítimo de la autoridad ilegítima.


Por lo tanto, no estoy de acuerdo con usted cuando dice: "Si la infidelidad toca a dicha autoridad, sólo Dios puede intervenir. Esto también se debe a que es difícil recurrir a las autoridades inferiores con la esperanza de obtener justicia. El Señor puede intervenir positivamente en el curso de los acontecimientos, manifestando prodigiosamente su voluntad o incluso simplemente acortando los días de los malvados. Pero la infidelidad de los constituidos en autoridad, aunque no sea juzgada por sus súbditos, no es por ello menos culpable, ni puede exigir obediencia a órdenes ilegítimas o inmorales. Porque una cosa es el efecto que produce en los sujetos, otra el juicio sobre su forma de actuar y otra el castigo que pueda merecer. Así, si no corresponde a los súbditos condenar a muerte al Papa por herejía (a pesar de que la pena de muerte es considerada por Santo Tomás de Aquino como proporcional al crimen de quien corrompe la Fe), podemos sin embargo reconocer a un Papa como hereje, y como tal negarnos, caso por caso, a prestarle la obediencia a la que tendría derecho. No lo juzgamos, porque no tenemos autoridad para hacerlo; pero lo reconocemos como lo que es, a la espera de que la Providencia suscite a alguien que pueda pronunciarse definitiva y autorizadamente.


Por eso, cuando dice que "no son los sometidos a los malvados los que tienen autoridad para rebelarse y derribarlos de su lugar", es necesario distinguir, en primer lugar, de qué tipo de autoridad se trata, y, en segundo lugar, cuál es la orden que se da, y qué perjuicio supondría cualquier obediencia. Santo Tomás considera que la resistencia a un tirano y el regicidio son moralmente lícitos en determinados casos; al igual que es lícita y adecuada la desobediencia a la autoridad de los prelados que abusan de su poder en contra de la finalidad intrínseca de ese poder.


En su carta, usted identifica la rebelión contra la autoridad como la marca de la ideología comunista. Pero la Revolución, de la que el comunismo es una expresión, pretende derrocar a los gobernantes no porque sean posiblemente corruptos o tiranos, sino porque están insertos jerárquicamente en un kosmos que es esencialmente católico, y por tanto antitético al marxismo.


Si no fuera posible oponerse a un tirano, habrían pecado los cristeros, que se rebelaron con las armas contra el dictador masónico que perseguía a sus ciudadanos en México abusando de su autoridad. Habrían pecado los vendeanos, los sanfedistas, los insurgentes: víctimas de un poder revolucionario, pervertido y pervertidor, ante el cual la rebelión no sólo es lícita, sino obediente. Los católicos que, a lo largo de la historia, se vieron obligados a rebelarse contra sus prelados fueron también víctimas del poder, por ejemplo los fieles de Inglaterra que tuvieron que resistir a sus obispos convertidos en herejes con el cisma anglicano, o los de Alemania que se vieron obligados a negar la obediencia a los prelados que habían abrazado la herejía luterana. La autoridad de estos pastores convertidos en lobos era de hecho nula, ya que estaba dirigida a la destrucción de la Fe en lugar de su defensa, contra el Papado en lugar de en comunión con él. Y añade, con razón: "Entonces, los pobres fieles, ante sus pastores culpables de tales delitos, y de forma tan descarada, se quedan atónitos. ¿Cómo puedo seguir en nombre de Jesús a alguien que en cambio obra lo que Jesús no quiere?"


Sin embargo, un poco más adelante leo estas palabras suyas: "Aquellos que niegan su Autoridad, en realidad niegan la Autoridad de aquel que los estableció. (…)" Esta proposición es claramente errónea, pues al vincular indisolublemente la autoridad primaria y originaria de Dios con la autoridad derivada y vicaria de la persona, infiere una especie de vínculo indefectible, vínculo que se rompe precisamente cuando la persona que ejerce la autoridad en nombre de Dios la pervierte de hecho, desvirtúa su finalidad y la subvierte. Por el contrario, yo diría que precisamente porque la autoridad de Dios debe ser tenida en el más alto honor, no se puede desconocer obedeciendo a alguien que por naturaleza está sometido a la misma autoridad divina. Por eso San Pedro (Hch 5,29) nos exhorta a obedecer a Dios antes que a los hombres: la autoridad terrenal, ya sea temporal o espiritual, está siempre sometida a la autoridad de Dios. No es posible pensar que -por una razón que parece casi dictada por un burócrata- el Señor haya querido dejar a su Iglesia a merced de los tiranos, casi prefiriendo su legitimación procesal a la finalidad para la que los ha puesto a pastorear su rebaño.


Por supuesto, la solución de la desobediencia parece más fácilmente aplicable a los prelados que al Papa, ya que los prelados pueden ser juzgados y depuestos por el Papa, mientras que el Papa no puede ser depuesto por nadie en la tierra. Pero si es humanamente increíble y doloroso tener que reconocer que un Papa puede ser malvado, esto no permite negar la evidencia y no obliga a rendirse pasivamente ante el abuso de poder que ejerce en nombre de Dios pero contra Él. Y si nadie quiere asaltar los Palacios Sagrados para expulsar al indigno huésped, también se pueden ejercer formas legítimas y proporcionadas de oposición real, incluida la presión para que dimita y abandone el cargo. Precisamente para defender el Papado y la sagrada autoridad que recibe del Sacerdote Supremo y Eterno, hay que apartar a quienes lo humillan, lo derriban y lo maltratan. Me atrevo a decir, en aras de la exhaustividad, que incluso la renuncia arbitraria al ejercicio de la sagrada autoridad del Romano Pontífice representa una gravísima violación del Papado, y de ello debemos responsabilizar a Benedicto XVI más que a Bergoglio.


A continuación, menciona lo que el prelado tirano debe pensar de su propia autoridad: "un ministro de Dios [...] debe negar ante todo su propia autoridad como apóstol, es decir, como enviado de Jesús. Debería reconocer que no quiere seguir a Jesús, y marcharse. De este modo, el problema quedaría resuelto. Pero usted, querido sacerdote, pretende que el inicuo actúe como una persona honesta y temerosa de Dios, mientras que precisamente por ser malo abusará sin ninguna coherencia y sin ningún escrúpulo de un poder que sabe muy bien que ha conquistado voluntariamente para destruirlo. Porque está en la esencia misma de la tiranía, como perversión de la autoridad justa y buena, no sólo el hecho de que se ejerza de manera perversa, sino también que busque el descrédito y la repulsa de la autoridad de la que es una grotesca falsificación.


 Los horrores llevados a cabo por Bergoglio en los últimos años no sólo suponen un abuso indecoroso de la autoridad papal, sino que tienen como consecuencia inmediata el escándalo de los buenos contra él, porque invisibiliza y hace odioso al propio Papado, con su parodia del mismo, dañando irremediablemente la imagen y el prestigio de que gozaba la Iglesia hasta ahora, aunque ya aquejada por décadas de ideología modernista.


Escribe: "Por lo tanto, a nadie le está permitido obedecer órdenes injustas o malvadas, ilegítimas, o hacer cualquier mal con el pretexto de la obediencia. Pero tampoco le está permitido a nadie negar la autoridad del Papa porque la ejerza de forma malvada, saliéndose de la Iglesia constituida por Jesús sobre la roca del apóstol Pedro". Aquí la expresión "negar la autoridad" debe distinguirse entre negar que Bergoglio tenga autoridad como Papa y viceversa negar que Bergoglio, en esta orden concreta que da a los fieles, tenga derecho a ser obedecido cuando la orden entra en conflicto con la autoridad del Papa. Nadie obedecería a Bergoglio si hablara a título personal o si fuera un empleado del registro de la propiedad, pero el hecho de que como Papa enseñe doctrinas heterodoxas o dé escándalo a los simples con declaraciones provocadoras, hace que su culpa sea gravísima, porque quienes le escuchan creen que están escuchando la voz del Buen Pastor. La responsabilidad moral del que manda es inconmensurablemente mayor que la del súbdito que debe decidir si le obedece o no. El Señor pedirá inflexiblemente cuenta de ello, por las consecuencias que el bien o el mal hecho por el superior tiene sobre sus subordinados, también en términos de buen o mal ejemplo.


De hecho, precisamente para defender la comunión jerárquica con el Romano Pontífice es necesario desobedecerle, denunciar sus errores y pedirle la dimisión. Y rezar a Dios para que lo llame a sí mismo lo antes posible, si de esto puede salir algo bueno para la Iglesia.


El engaño, el colosal engaño del que he escrito en varias ocasiones, consiste en obligar a los buenos -llamémosles así en aras de la brevedad- a permanecer presos en normas y leyes que viceversa los malos utilizan in fraudem legis. Es como si hubieran comprendido nuestra debilidad: es decir, que estamos, aun con todos nuestros defectos, orientados religiosa y socialmente al respeto de la ley, a la obediencia a la autoridad, a honrar su palabra, a actuar con honor y lealtad. Con esta virtuosa debilidad nuestra, garantizan de nosotros la obediencia, la sumisión, a lo sumo la resistencia respetuosa y la desobediencia prudente. Saben que nosotros -pobres tontos, piensan- vemos en ellos la autoridad de Cristo, y nos aseguramos de obedecerla aunque sepamos que esta acción, aunque sea moralmente irrelevante, va en una dirección muy precisa... Así es como nos han impuesto la misa reformada; así es como nos han acostumbrado a escuchar las Suras del Corán cantadas desde el ambón de nuestras catedrales, y a verlas transformadas en posadas o dormitorios; así es como quieren presentarnos como normal la admisión de las mujeres al servicio del altar.... Cada paso dado por la Autoridad, desde el Concilio en adelante, ha sido posible precisamente porque obedecíamos a los Sagrados Pastores, y aunque algunas de sus decisiones parecían desviadas, no podíamos creer que nos estuvieran engañando; y quizás ellos mismos, a su vez, no se daban cuenta de que las órdenes dadas tenían un propósito injusto. Hoy, siguiendo el hilo conductor que une la abolición de las Órdenes Menores con la invención de los acólitos y las diaconisas, entendemos que quienes reformaron la Semana Santa bajo Pío XII ya tenían ante sus ojos el Novus Ordo y sus atroces declinaciones actuales. El abrazo de Pablo VI con el Patriarca Atenágoras despertó en nosotros esperanzas de verdadero ecumene, porque no habíamos entendido -como algunos habían denunciado- que aquel gesto era para preparar el panteón de Asís, el obsceno ídolo de la pachamama y, en breve, el sabbat de Astaná.


Ninguno de nosotros quiere entender que este punto muerto puede romperse simplemente no siguiéndolo: debemos negarnos a batirnos en duelo con un adversario que dicta las reglas a las que sólo nosotros debemos someternos, dejándonos libertad para romperlas. Ignóralo. Nuestra obediencia no tiene nada que ver ni con el servilismo cobarde ni con la insubordinación; al contrario, nos permite suspender cualquier juicio sobre quién es o no es Papa, continuando con un comportamiento de buenos católicos aunque el Papa se burle de nosotros, nos desprecie o nos excomulgue. Porque la paradoja no reside en la desobediencia de las personas buenas a la autoridad del Papa, sino en el absurdo de tener que desobedecer a una persona que es a la vez Papa y heresiarca, Atanasio y Arrio, luz de iure y oscuridad de facto. 

 La paradoja es que para permanecer en comunión con la Sede Apostólica, debemos separarnos de quien se supone que la representa, y vernos burocráticamente excomulgados por quien está en estado objetivo de cisma consigo mismo. El precepto evangélico de "no juzgar" no debe entenderse en el sentido de abstenerse de emitir un juicio moral, sino en el de condenar a la persona, pues de lo contrario seríamos incapaces de establecer actos morales. Ciertamente, no corresponde al individuo separar el trigo de la cizaña, pero nadie debe llamar cizaña al trigo, ni trigo a la cizaña. Y quien ha sido conferido con las Órdenes Sagradas, con mayor razón si está en la plenitud del Sacerdocio, tiene no sólo el derecho, sino el deber de señalar a los sembradores de cizaña, a los lobos rapaces y a los falsos profetas. Porque incluso entonces hay, junto con la participación en el Sacerdocio de Cristo, la participación en su Autoridad real.


De lo que no nos damos cuenta, tanto en el ámbito político y social como en el eclesiástico, es de que nuestra aceptación inicial de un presunto derecho del adversario a hacer el mal, basada en un concepto erróneo de la libertad (moral, doctrinal, religiosa), se está transformando en una tolerancia forzada del bien mientras el pecado y el vicio se han convertido en la norma. Lo que ayer se admitía como nuestro gesto de indulgencia hoy reclama plena legitimidad, y nos confina a los márgenes de la sociedad como una minoría en vías de desaparición. En poco tiempo, en coherencia con la ideología anticristiana que supervisa este inexorable cambio de valores y principios, se prohibirá la virtud y se condenará a quienes la practiquen, en nombre de una intolerancia hacia el Bien señalada como divisiva, integralista, fanática. Nuestra tolerancia hacia los que hoy promueven las exigencias del Nuevo Orden Mundial y su asimilación en el cuerpo eclesial conducirá infaliblemente a la instauración del reino del Anticristo, en el que los católicos fieles serán perseguidos como enemigos públicos, al igual que en los tiempos cristianos los herejes eran considerados enemigos públicos. En definitiva, el enemigo ha copiado, dándole la vuelta y pervirtiéndolo, el sistema de protección de la sociedad implantado por la Iglesia en las naciones católicas.


Creo, querido Reverendo, que sus observaciones sobre la crisis de autoridad tendrán que integrarse pronto, al menos a juzgar por la rapidez con que Bergoglio y su corte están dando sus golpes a la Iglesia. Por mi parte, ruego que el Señor saque a la luz la verdad hasta ahora oculta, permitiéndonos reconocer al Vicario de Cristo en la tierra no tanto por la túnica que lleva como por las palabras que salen de su boca y por el ejemplo de sus obras.


Recibe mi bendición, mientras me encomiendo con confianza a tu oración.


+ Carlo Maria, Arzobispo

31 de enero de 2021

Dominica en la Septuagésima


https://www.marcotosatti.com/2021/01/31/vigano-covid-19-santa-sede-complice-di-una-congiura-contro-dio-e-luomo/