Actualizar la presencia de Dios


Una nube los envolvió enseguida. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar. Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de Dios Padre: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él.

Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la Iglesia, que «busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular».

Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús, y no estaban Elías y Moisés. Solo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.

A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día. «Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Solo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).

»Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación».

¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo? —¡Puedes!».



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