Jesús condenado a muerte





El Señor, atado, es conducido a la residencia del Procurador Poncio Pilato. Tienen prisa por acabar. Jesús, en silencio, y con esa dignidad suya que se refleja en su porte, pasa por algunas callejuelas camino de la residencia de Pilato. «Era ya de día, los habitantes de la ciudad se habían despertado y salían a sus puertas y ventanas para ver a un preso tan conocido y admirado por su santidad y sus obras. El Señor iba con la manos atadas, y la cuerda que ataba sus manos se unía al cuello: esta es la pena que se daba a quienes habían usado mal de su libertad en contra de su pueblo. Tendría frío en aquella madrugada, y sueño; la cara, desfigurada de golpes y salivazos; despeinado de los últimos tirones que le dieron; cardenales en la mejillas, y la sangre coagulada y seca. Así apareció en público el Señor por las calles, y todos le miraban espantados y sobrecogidos. Estaba claro para todos que, tal como le habían tratado y le llevaban, no era sino para condenarle».

Jesús pasa de la jurisdicción del Sanedrín a la romana, porque las autoridades judías podían condenar a muerte, pero no ejecutar la sentencia. Por eso acuden cuanto antes –a primeras horas de la mañana– a la autoridad romana, con el fin de obtener, por todos los medios, que dé muerte a Jesús. Quieren acabar con Él antes de las fiestas. Se empieza a cumplir al pie de la letra lo que Él ya había anunciado: el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y se burlarán de él, será insultado y escupido, y después de azotarlo, lo matarán, y al tercer día resucitará.

Se está produciendo una situación insólita. El que días antes hablaba libremente en el Templo con tanta majestad –nadie ha hablado jamás como este hombre–, el que había entrado en Jerusalén aclamado por todo el pueblo, iba ahora preso y maltratado por las autoridades judías. Quien había realizado tantos milagros y era seguido por una muchedumbre de discípulos, es tratado como un malhechor. La gente estaría admirada y no se hablaría de otra cosa en la ciudad. Se llamarían unos a otros para ver un acontecimiento tan sorprendente: ¡Jesús de Nazaret había sido apresado!

Condujeron a Jesús a la plaza del pretorio. Pero los que le acusaban no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua, pues los judíos quedaban legalmente impuros si entraban en casa de extranjeros. «¡Oh ceguera impía! –exclama San Agustín–. Les parece que van a contaminarse con una casa extraña, y no temen quedar impuros con un crimen propio». Se cumplen, una vez más, las palabras fortísimas que el Señor les había dicho tiempo atrás: ¡Guías ciegos!, que coláis un mosquito y os tragáis un camello.

Pilato salió fuera donde estaban ellos, Jesús se encuentra de pie ante Pilato; este puede comprobar la paz y serenidad del acusado, en contraste con la agitación y la prisa de los que querían su muerte.

Pilato le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos?. Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Pilato le dijo: ¿Luego, tú eres rey? Jesús contestó: Tú lo dices: yo soy Rey. Esta será la última declaración ante sus acusadores que haga el Señor; después callará como oveja muda ante el que la esquila.

El Maestro se encuentra solo; sus discípulos ya no oyen sus lecciones: le han abandonado ahora que tanto podían aprender. Nosotros queremos acompañarle en su dolor y aprender de Él a tener paciencia ante las pequeñas contrariedades de cada día, a ofrecerlas con amor.



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