San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones



Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento conocer a Jesús.

Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis.

Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?

Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él. Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.

El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial deliberado.

Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída».

El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.


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