Santa Catalina de Siena




Santa Catalina de Siena fue profundamente femenina, sumamente sensible. A la vez, fue extraordinariamente enérgica, como lo son aquellas mujeres que aman el sacrificio y permanecen cerca de la Cruz de Cristo, y no permitía debilidades en el servicio de Dios. Estaba convencida de que, tratándose de uno mismo y de la salvación de las almas que Cristo rescató con su Sangre, era improcedente una excesiva indulgencia, adoptar por comodidad o cobardía una débil filantropía, y por eso gritaba: «¡Basta ya de ungüento! ¡Que con tanto ungüento se están pudriendo los miembros de la Esposa de Cristo!».

Fue siempre fundamentalmente optimista, y no se desanimaba si, a pesar de haber puesto los medios, no salían los asuntos a la medida de sus deseos. Durante toda su vida fue una mujer profunda, delicada. Sus discípulos recordaron siempre su abierta sonrisa y su mirada franca; iba siempre limpia, amaba las flores y solía cantar mientras caminaba. Cuando un personaje de la época, impulsado por un amigo, acude a conocerla, esperaba encontrar a una persona de mirada esquinada y sonrisa ambigua. Su sorpresa fue grande al encontrarse con una mujer joven, de mirada clara y sonrisa cordial, que le acogió «como a un hermano que volviera de un largo viaje».

Poco tiempo después de su llegada a Roma murió el Papa. Y con la elección del sucesor se inicia el cisma que tantas desgarraduras y tanto dolor habría de producir en la Iglesia. Santa Catalina hablará y escribirá a Cardenales y reyes, a príncipes y Obispos... Todo inútil. Exhausta y llena de una inmensa pena, se ofrece a Dios como víctima por la Iglesia. Un día del mes de enero, rezando ante la tumba de San Pedro, sintió sobre sus hombros el peso inmenso de la Iglesia, como ha ocurrido en ocasiones a otros santos. Pero el tormento duró pocos meses: el 29 de abril, hacia el mediodía, Dios la llamaba a su gloria. Desde el lecho de muerte, dirigió al Señor esta conmovedora plegaria: «¡Oh Dios eterno!, recibe el sacrificio de mi vida en beneficio de este Cuerpo Místico de la Santa Iglesia. No tengo otra cosa que dar, sino lo que me has dado a mí. Unos días antes había comunicado a su confesor: «Os aseguro que, si muero, la única causa de mi muerte es el celo y el amor a la Iglesia, que me abrasa y me consume...». Pidamos nosotros hoy a Santa Catalina ese amor ardiente por nuestra Madre la Iglesia, que es característica de quienes están cerca de Cristo.

Nuestros días son también de prueba y de dolor para el Cuerpo Místico de Cristo, por eso «hemos de pedir al Señor, con un clamor que no cese (cfr. Is 58, l), que los acorte, que mire con misericordia a su Iglesia y conceda nuevamente la luz sobrenatural a las almas de los pastores y a las de todos los fieles. Ofrezcamos nuestra vida diaria, con sus mil pequeñas incidencias, por el Cuerpo Místico de Cristo. El Señor nos bendecirá y Santa María –Mater Ecclesiae– derramará su gracia sobre nosotros con particular generosidad.