Dios necesita almas audaces



Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas, más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en absoluta calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes olas, quedó grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante la oración tuvo que devolver muchas veces la serenidad a estos hombres cuando se enfrentaron a todas las pruebas que el Señor les iba anunciando.

En otra ocasión, camino de Jerusalén, les había dicho Jesús que se iba a cumplir lo que habían vaticinado los profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será entregado en manos de los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y después que le hubieren azotado, le darán muerte, y al tercer día resucitará. Y a la vez les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su casa. Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y también a nosotros de que entre Él y su doctrina y el mundo como reino del pecado no hay posibilidad de entendimiento; les recuerda que no deben extrañarse de ser tratados así: si el mundo os aborrece, sabed que antes que a vosotros me aborreció a mí. Y por eso, explica San Gregorio: «la hostilidad de los perversos suena como alabanza para nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo». Por consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate!

En los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a frutos muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución. Pero no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el último rincón de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que humanamente hablando era escándalo para unos y locura para otros, fue capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las costumbres.

Han cambiado muchas de aquellas circunstancias con las que se enfrentaron los Apóstoles, pero otras siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo, el afán desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia, vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A esto se ha de unir el ceder –por parte de muchos– a la tentación de adaptar la doctrina de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de la esencia del Evangelio.

Si queremos ser apóstoles en medio del mundo debemos contar con que algunos –a veces el marido, o la mujer, o los padres, o un amigo de siempre– no nos entiendan, y habremos de cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud cómoda ir contra corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin importarnos nada la reacción de quienes –en no pocos aspectos– se han identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que están como incapacitados para entender un sentido trascendente y sobrenatural de la vida.

Con la serenidad y la fortaleza que nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca firme para muchos. En ningún momento podemos olvidar que, particularmente en nuestros días, «el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»: en las asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación informal de una reunión... Como ejemplo concreto, es de especial importancia la influencia de las familias en la vida social y pública. «Ellas mismas deben ser “las primeras en procurar que las leyes no solo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y deberes de la familia” (cfr. Familiaris consortio, 44), promoviendo así una verdadera “política familiar” (ibídem). En este campo es muy importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre la familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia y la responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia misma». No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios quieren borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.


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