Ejemplares en medio del mundo



La fe cristiana llegó muy pronto a Roma, centro en aquellos momentos del mundo civilizado; quizá los primeros cristianos de la capital del Imperio fueron judíos conversos que habían conocido la fe en el mismo Jerusalén o en otras ciudades del Asia Menor evangelizadas por San Pablo. La fe se transmitía de amigo a amigo, entre colegas que tenían la misma profesión, entre los parientes... La llegada de San Pedro, hacia el año 43, significó el fortalecimiento definitivo de la pequeña comunidad romana. A través de Roma, la religión se difundió a muchos lugares del Imperio. La paz interior que se gozaba entonces, la mejora de las comunicaciones, que facilitaba los viajes y la rápida transmisión de ideas y noticias, favoreció la extensión del Cristianismo. Las calzadas romanas, que, partiendo de la Urbe, llegaban hasta los más remotos confines del Imperio, y las naves comerciales que cruzaban regularmente las aguas del Mediterráneo fueron vehículos de difusión de la novedad cristiana por toda la extensión del mundo romano1.


Es difícil describir el proceso de cada persona que se convertía al Cristianismo en aquella Roma del siglo i, como lo sigue siendo ahora, pues cada conversión es siempre un milagro de la gracia y de la correspondencia personal. Influencia decisiva fue sin duda la ejemplaridad cristiana –el bonus odor Cristi–, que se reflejaba en el modo de trabajar, en la alegría, en la caridad y en la comprensión con todos, en la austeridad de vida y en la simpatía humana... Son hombres y mujeres que, en medio de sus quehaceres diarios, tratan de vivir plenamente su fe. Abarcan todos los estratos de la sociedad: «joven era Daniel; José, esclavo; Aquila ejercía una profesión manual; la vendedora de púrpura estaba al frente de un taller; otro era guardián de una prisión; otro, centurión, como Cornelio, otro estaba enfermo, como Timoteo; otro era un esclavo fugitivo, como Onésimo; y, sin embargo, nada de eso fue obstáculo para ninguno de ellos, y todos brillaron por su virtud: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, esclavos y libres, soldados y paisanos».


De la caridad y de la hospitalidad de los cristianos romanos nos han dejado un precioso testimonio los Hechos de los Apóstoles, al relatar la acogida que hicieron a Pablo cuando este llegó prisionero a Roma. Los hermanos -dice San Lucas-, al enterarse de nuestra llegada, vinieron desde allí a nuestro encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Al verlos, Pablo dio gracias a Dios y cobró ánimos4. Pablo se sintió confortado por estas muestras de caridad fraterna.


Los primeros cristianos no abandonaban sus quehaceres profesionales o sociales (esto lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de dos siglos), y se consideraban parte constituyente de ese mundo, del que se sentían sal y luz, con sus vidas y con sus palabras: «lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»5, resumía un escritor de los primeros tiempos.


Nosotros podemos examinar hoy si, como aquellos primeros, somos también ejemplares, hasta tal punto que de hecho movamos a otros a acercarse más a Cristo: en la sobriedad, en los gastos, en la alegría, en el trabajo bien hecho, en el cumplimiento fiel de la palabra dada, en el modo de vivir la justicia con la empresa, con los subordinados y compañeros, en el ejercicio de las obras de misericordia, en que nunca hablamos mal de nadie…


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