El valor de las cosas pequeñas


Recoged los trozos que han sobrado... Parece que es un detalle de poca importancia en comparición con el milagro realizado, pero el Señor pide que se viva. Toda nuestra vida está compuesta prácticamente de cosas que casi no tienen relieve. Las virtudes están formadas por una tupida red de actos que quizá no sobresalen de lo corriente y ordinario, pero en ellas, con heroísmo, se va forjando día a día la propia santidad. Cada jornada la encontramos llena de ocasiones para ser fieles, para decirle al Señor que le amamos: «“Obras son amores y no buenas razones”. ¡Obras, obras! —Propósito: seguiré diciéndote muchas voces que te amo –¡cuántas te lo he repetido hoy!–; pero, con tu gracia, será sobre todo mi conducta, serán las pequeñeces de cada día –con elocuencia muda– las que clamen delante de Ti, mostrándote mi Amor»6.

Ante el Señor tienen gran trascendencia el orden, la puntualidad, el cuidado de los libros con los que estudiamos o de los instrumentos de trabajo, la afabilidad con nuestros colegas, con la mujer, con los hijos, con los hermanos, el huir de la rutina que mata el amor humano –también el amor a la propia profesión–, el querer darle sentido a cada día, a cada hora, aunque sea el mismo trabajo que hemos realizado durante años. La vida se vuelve mediocre, desamorada, cuando permitimos que entre la rutina, cuando no damos importancia a lo que hacemos porque nos parece que da igual hacerlo de un modo o de otro. En el trabajo diario, en nuestros deberes profesionales, encontramos habitualmente un campo importante para vivir la mortificación: «no hablando mal de lo que va mal» en las personas o en la empresa si no hay verdadera necesidad de hacerlo –y entonces lo haremos con objetividad y caridad, salvando siempre la intención de las personas, que no conocemos–, poniendo intensidad, sin dejar para después lo que resulta más duro y costoso, prestando esos pequeños servicios que todo trabajo en común lleva consigo...

Es posible que se nos presenten pocas ocasiones –quizá ninguna– de salvar a otros con un acto heroico, exponiendo nuestra propia vida. Sin embargo, todos los días tendremos oportunidad de decir una palabra amable a ese amigo, a ese hermano que se le nota más cansado o preocupado, de pedir las cosas con amabilidad, de ser agradecidos, de evitar conversaciones o comentarios que siembran la inquietud y de los que nada positivo resulta, de ceder en la opinión, de evitar a toda costa el malhumor, que tanto daño causa a nuestro alrededor; podemos esforzarnos por entablar una conversación cuando el silencio se vuelve oneroso, o en escuchar con interés a quien nos habla. A veces, lo que parece más trivial (un recuerdo, un saludo amable, un favor que casi no es nada) produce en los demás un bien desproporcionado: les hace sentirse seguros, tenidos en cuenta, apreciados, estimulados para el bien. Notamos entonces como un reflejo de Dios en la convivencia, en la vida familiar, tan distinto de aquellas situaciones en las que se desatan las envidias, se crea una situación tensa o distante, o se dicen palabras que nunca se debían haber pronunciado... Y así ocurre con todas las virtudes: la fe se expresa a veces en un acto de amor («Jesús, te quiero, cuenta conmigo, no me dejes») cuando pasamos cerca de un Sagrario en medio del ruido de la ciudad; la piedad, en una mirada a una imagen de la Virgen (¡cuánto se puede decir en el solo mirar!); la fortaleza, en cortar una conversación impura, en dar la cara por Jesucristo, por la Iglesia..., en evitar una ocasión de pecado, en procurar rendir en la última hora de trabajo de esa jornada que nos ha parecido más larga porque han surgido más problemas, porque estábamos con menos salud...

Cada día nos espera Cristo con las manos abiertas. En ellas podemos dejar esfuerzos, sonrisas, constancia en la labor..., muchas cosas pequeñas, que Él sabe apreciar, tesoros que guarda para la eternidad, en donde nos dirá al llegar: Ven, siervo bueno y fiel, ya que has sido fiel en lo poco, yo te daré lo mucho.


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