Seguir a Cristo en cualquier ambiente y circunstancias



Cuando Jesús inició su vida pública, muchos vecinos y parientes le tomaron por loco, y en su primera visita a Nazaret, que leemos en el Evangelio de la Misa, sus paisanos se niegan a ver en Él nada sobrenatural y extraordinario. En sus palabras se puede ver la envidia, apenas contenida. ¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es este el hijo del artesano?... Y se escandalizaban de Él.

Desde el principio, Jesús arrostró una corriente de maledicencias y de desprecios, nacidas de egoísmos cobardes, porque proclamaba la Verdad sin respetos humanos. Esa corriente iría aumentando con los años, hasta desatarse en calumnias y en persecución abierta, que le llevaría a la muerte. Sus mismos enemigos reconocerán en ocasiones diversas: Maestro, sabemos que eres sincero y que con verdad enseñas el camino de Dios, sin darte cuidado de nadie, y que no haces acepción de personas.

La misma disposición –desprendimiento de juicios y alabanzas– pide el Maestro a sus discípulos. Los cristianos debemos cultivar y defender el debido prestigio profesional, moral y social, justamente labrado, porque forma parte de la dignidad humana, y para llevar a cabo la labor apostólica que hemos de realizar en medio de nuestras tareas. Pero no debemos olvidar que, en muchas ocasiones, nuestra conducta chocará con el comportamiento de los que se oponen a la moral cristiana, o de aquellos otros que se han aburguesado en el seguimiento de Cristo. Además, el Señor nos puede pedir también –en circunstancias extraordinarias– que renunciemos incluso a ese patrimonio de honra, y aun a la misma vida. Y a eso estamos dispuestos, con la ayuda de la gracia. Todo lo nuestro es del Señor.

El cristiano debe rechazar el miedo de parecer chocante si, por vivir como discípulo de Cristo, su conducta es mal interpretada o claramente rechazada. Quien ocultara su condición de cristiano en medio de un ambiente de costumbres paganas, se doblegaría, por cobardía, al respeto humano, y sería merecedor de aquellas palabras de Jesús: quien me niegue ante los hombres, Yo también le negaré ante mi Padre que está en los cielos. El Señor nos enseña que la confesión de la fe –con todas sus consecuencias, en cualquier ambiente– es condición para ser discípulo suyo.

De este modo se comportaron muchos fieles seguidores de Jesús, como José de Arimatea y Nicodemo, que –siendo discípulos ocultos del Señor– no tuvieron inconveniente en dar la cara a la hora en que humanamente parece todo perdido, pues Jesús ha muerto crucificado. Ellos, al contrario de otros, «son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía». Así se comportaron después los Apóstoles, que se mostraron firmes ante el abuso del Sanedrín y ante las persecuciones de los paganos, bien convencidos de que la doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios. Y el mismo San Pablo, que nunca se avergonzó de predicar el Evangelio, escribía a su discípulo Timoteo: no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza. No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor. Son palabras dirigidas hoy a nosotros para que mantengamos la fidelidad al Maestro cuando las circunstancias o el ambiente se presenta adverso.


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