El sacerdote nos acompaña en nuestra vida


Dios ha puesto al sacerdote cerca de la vida del hombre para ser dispensador de la misericordia divina. «Apenas nace el hombre a la vida, el sacerdote lo regenera en el bautismo, le confiere una vida más noble, más preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia de Jesucristo.

»Para fortificarlo y hacerlo más apto para combatir generosamente las luchas espirituales, también un sacerdote, revestido de especial dignidad, lo hace soldado de Cristo por medio de la Confirmación.

»Cuando apenas niño es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, don del Cielo, el sacerdote lo alimenta y fortalece con este manjar vivo y vivificante. Si ha tenido la desgracia de caer, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconcilia con Él por medio del sacramento de la Penitencia. Si Dios lo llama para formar una familia y para cooperar con Él en la transmisión de la vida humana en el mundo y para aumentar el número de fieles sobre la tierra, y después de los elegidos en el Cielo, el sacerdote está allí para bendecir sus bodas y su amor noble. 

Cuando, finalmente, el cristiano, próximo ya el desenlace de su vida mortal, necesita de fortaleza, necesita de auxilio para presentarse ante el Divino Juez, el ministro de Cristo, inclinándose sobre los miembros doloridos de los moribundos, los conforta y purifica con la unción del sagrado óleo. Así, después de haber acompañado a los cristianos a través de la peregrinación terrena de la vida hasta las mismas puertas de la eternidad, con las plegarias de los sagrados ritos en los que se refleja la esperanza inmortal, el sacerdote acompaña también el cuerpo hasta la sepultura y no abandona a los que participan de la otra vida: antes al contrario, si necesitan expiación y alivio, los alivia con el consuelo de los sufragios. Por lo tanto, desde la cuna hasta la tumba, más aún, hasta el Cielo, el sacerdote es para los fieles guía, consuelo, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones».

Es de justicia que los fieles recen cada día, y de modo particular cuando celebramos la fiesta del Santo Cura de Ars, por todos los sacerdotes, y en especial por aquellos que han recibido el encargo de Dios de atenderlos espiritualmente: de quienes reciben el oro de la buena doctrina, el pan de los Ángeles y el perdón de los pecados. Con palabras de San Josemaría Escrivá, nos enseñan a tratar a Cristo, a encontrarnos con Él en el tribunal amoroso de la Penitencia y en la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, en la Santa Misa.

Hemos de confiar en sus oraciones, rogándoles que encomienden nuestras necesidades, y unirnos a sus intenciones, que recogen habitualmente las exigencias más apremiantes de la Iglesia y de las almas. También hemos de venerarlos y tratarlos con todo afecto, «puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas. Amémosle viendo en él a Nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo». Así se lo pedimos al Santo Cura de Ars.


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