En cada Comunión el alma es elevada al plano sobrenatural



Cuando comulgamos, Cristo mismo, todo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, se nos da en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la suya. Cristo, en la Comunión, no solamente se halla con nosotros, sino en nosotros.


No está Cristo en nosotros como un amigo está en su amigo: mediante una presencia espiritual activada por un recuerdo más o menos constante. Cristo está verdadera, real y sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar. «Yo soy el pan de los fuertes –dijo el Señor a San Agustín, y podemos aplicarlo ahora a la Eucaristía–; cree y me comerás. Pero no me cambiarás en tu sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo, sino al contrario, tú te mudarás en Mí». ¡Cristo nos da su vida! ¡Nos diviniza! ¡Nos transforma en Él! Vuelca sobre nuestra alma necesitada los infinitos méritos de la Pasión, nos envía nuevas fuerzas y consuelos, y nos introduce en su Corazón amantísimo, para transformarnos según sus sentimientos. De la Eucaristía manan todas las gracias y los frutos de vida eterna –para la humanidad y para cada alma–, porque en este sacramento «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia». Si consideramos frecuentemente los efectos de este sacramento en el alma que lo recibe dignamente, nos ayudará a sacar mucho más fruto de la Comunión eucarística y de la Comunión espiritual y, por tanto, a dirigirnos más rápidos hacia Dios; a valorar la necesidad de recibir al Señor con mucha frecuencia, y aun diariamente, y a esmerarnos en la preparación y en la acción de gracias. Cada día, nosotros podemos decir a Jesús: Señor, danos siempre de ese pan.


El alma es elevada al plano sobrenatural; las virtudes de Jesús vivifican el alma, y queda esta como incorporada a Él, como miembro de su Cuerpo Místico. Entonces podemos decir en toda su plenitud: Vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí.


También se cumplen en cada Comunión aquellas palabras del Señor en la Última Cena: Si alguno me ama –y recibirle con piedad y devoción es el mayor signo de amor– guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada. El alma se convierte en templo y sagrario de la Trinidad Beatísima. Y la vida íntima de las tres Divinas Personas empapa y transforma el alma del hombre, sustentando, fortaleciendo y desarrollando en él el germen divino que recibió en el Bautismo.


Cuando nos acerquemos a recibirle le podemos decir: «Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas». Y acudiremos a Santa María, pues Ella, que durante treinta y tres años pudo gozar de su presencia visible y le trató con el mayor respeto y amor posible, nos dará sus mismos sentimientos de adoración y de amor.


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