Cristo siempre nos ayuda


Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó diciendo: ¡Señor, sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y cesó el viento.


En los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a Cristo a quien hemos de mirar: Corramos al combate que se nos presenta fijos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús, leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe ser para nosotros una figura nítida, clara y bien conocida. ¡Lo hemos contemplado tantas veces, que no podemos confundirlo con un fantasma!, como los discípulos en medio de la noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado tantas veces! En Él comienza y culmina la vida cristiana. «Si quieres salvarte –escribe Santo Tomás de Aquino– mira al rostro de tu Cristo»7. Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos es la única garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de un mar alborotado como en el que vivimos.


Es más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que encontramos casi cada día fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a Él. Ocurre lo mismo que a «los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos: mientras que externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro»


Pedro dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo enseguida acudir a quien todo le está sometido: ¡Señor, sálvame!, gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió perdido. Y Jesús, con infinito cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si nosotros vemos que nos hundimos, que nos pueden las dificultades o la tentación, acudamos a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano poderosa y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones. Él siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja que nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte. Además, Dios ha puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos proteja de toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el Cielo. Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día, pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que necesitamos para vencer.


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