Jesús exige una fe inquebrantable en su Persona

Se encuentra Jesús en Cesarea de Filipo, al Norte, en los confines del territorio judío, entre una población pagana en su mayoría. Allí preguntó a sus discípulos con toda confianza: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?. Los Apóstoles se hacen eco de las opiniones que existían en torno a Jesús; le contestaron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas... Muchos de los que le oyen tienen un concepto alto de Jesús, pero no saben quién es en realidad. El Maestro se volvió a ellos y ahora, con tono amable, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Parece exigir a los suyos, a quienes le siguen muy de cerca, una confesión de fe clara y sin paliativos; ellos no deben limitarse a seguir una opinión pública superficial y cambiante: deben conocer y proclamar a Aquel por quien lo han dejado todo para vivir una vida nueva.

Pedro contestó categóricamente: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Es una afirmación clara de su divinidad, como lo confirman las palabras siguientes de Jesús: Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Pedro debió de sentirse profundamente conmovido por las palabras del Maestro.

También hay ahora opiniones discordantes y erróneas en torno a Jesús, existe una gran ignorancia sobre su Persona y su misión. A pesar de veinte siglos de predicación y de apostolado de la Santa Iglesia, muchas mentes no han descubierto la verdadera identidad de Jesús, que vive en medio de nosotros y nos pregunta: Vosotros, ¿quién decís que soy yo?Nosotros, ayudados por la gracia de Dios, que nunca falta, hemos de proclamar con firmeza, con la firmeza sobrenatural de la fe: Tú eres, Señor, mi Dios y mi Rey, perfecto Dios y Hombre perfecto, «centro del cosmos y de la historia», centro de mi vida y razón de ser de todas mis obras.

En los duros momentos de la Pasión, cuando está a punto de culminar su misión en la tierra, el Sumo Sacerdote preguntará a Jesús: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Y Jesús declarará: Yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre, y venir sobre las nubes del cielo. En esta respuesta, no solo da testimonio de ser el Mesías esperado, sino que aclara la trascendencia divina de su mesianismo, al aplicarse a Sí mismo la profecía del Hijo del Hombre del Profeta Daniel. El Señor utiliza para aquellos oyentes las palabras más fuertes de todas las expresiones bíblicas para declarar la divinidad de su Persona. Entonces le condenaron por blasfemo.

Solo la claridad de la fe sobrenatural nos hace conocer que Jesucristo es infinitamente superior a toda criatura: es el «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre...». Salió del Padre, pero sigue estando en plena comunión con Él, pues tiene idéntica naturaleza divina. Junto con el Padre, será Quien envíe al Espíritu Santo, el cual tomará de lo que Él guarda, pues tiene y posee como propio cuanto es del Padre.

Se presenta como supremo Legislador: Antes fue dicho a los antiguos... Pero Yo ahora os digo. En la Antigua Ley se decía: Así habla Yahvé, pero Jesús no transmite ni promulga en nombre de nadie: Yo os digo... En su propio nombre imparte una enseñanza divina y señala unos preceptos que afectan a lo más esencial del hombre. Ejerce el poder de perdonar los pecados, cualquier pecado, poder que, como todo judío sabe, es propio y exclusivo de Dios. Y no solo absuelve personalmente, sino que da el poder de las llaves, el poder de regir y de perdonar, a Pedro y a los Doce Apóstoles, y a sus sucesores. Promete sentarse al fin del mundo como único juez de vivos y muertos. Nadie se arrogó nunca tales atribuciones.

Jesús exigió –exige– a sus discípulos una fe inquebrantable en su Persona, hasta tomar la cruz sobre sus espaldas: el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí; lo que pide para su Padre celestial lo exige también para sí mismo: una fe sin fisuras, un amor sin medida.

Nosotros, que queremos seguirle muy de cerca, cuando estamos delante del Sagrario le decimos también, como Pedro: Señor, Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Verdaderamente, «el que halla a Jesús, halla un tesoro bueno, y de verdad bueno sobre todo bien. Y el que pierde a Jesús pierde muy mucho y más que todo el mundo. Paupérrimo el que vive sin Jesús y riquísimo el que está con Jesús». No le dejemos jamás nosotros; afiancemos nuestro amor con muchos actos de fe, con la valentía de dar a conocer en cualquier ambiente nuestra fe y nuestro amor a Cristo vivo.



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