Motu proprio sobre los `papas eméritos´, un ataque al Romano Pontífice



Es inminente un nuevo Motu Proprio para regular el “papado emérito”, un problema canónico que efectivamente dejó abierto Benedicto XVI. Pero lo que en la mente de Ratzinger iba a seguir siendo una excepción, para Francisco se convertiría en una institución con todos los problemas que ello conlleva: porque por su propia naturaleza sólo una persona puede asumir el título de Papa. Y la hipótesis aireada de la jubilación a los 85 años sería un golpe en el corazón del oficio petrino.

Tanto ha tronado que al final va a acabar lloviendo. Por ahora seguimos con los truenos, pero la lluvia parece inminente. Los truenos se oyen cada vez más cerca y parecen indicar la próxima renuncia de Francisco y una inminente regulación del “papado emérito” que, según algunos rumores, podría producirse a través de otro Motu Proprio.

La decisión de Benedicto XVI de atribuirse el título de papa emérito había suscitado, de hecho, legítimas preocupaciones desde el principio. Quizá la voz más autorizada que se alzó fue la del cardenal Walter Brandmüller, que en su momento reclamó “una futura regulación jurídica de la renuncia papal”, para no dejar esa “notable ‘laguna legis’ que existe en la actualidad”, que aumentaría “las incertidumbres en un momento peligroso y de vital importancia para la Iglesia”. En otra entrevista del 28 de octubre de 2017, el cardenal había afirmado que “la figura del ‘papa emérito’ no existe en toda la historia de la Iglesia. Y que ahora llegue un Papa y eche por tierra la tradición bimilenaria no sólo nos ha conmocionado por completo a los cardenales”. El Papa emérito respondió entonces con dos cartas breves pero decisivas.

¿Cómo podemos juzgar la insistencia con la que Benedicto XVI ha defendido el uso de este título para sí mismo? Sólo hay dos posibilidades: o bien el fino teólogo Ratzinger ha resbalado con la clásica cáscara de plátano en el momento más crucial de su pontificado; o bien su elección está motivada por la conciencia de una situación especialmente dramática para la Iglesia, que ha requerido un “pontificado de excepción” (Ausnahmepontifikat), según la expresión utilizada por monseñor Georg Gänswein en 2016 (entonces todavía prefecto de la Casa Pontificia); un pontificado de excepción que introduciría “una especie de estado de excepción querido por el Cielo”. La expresión se refería claramente a la categoría de Ausnahmezustand de Carl Schmitt: salirse de la ley para crear una nueva situación de derecho.

Independientemente de lo que pueda significar la elección de Benedicto XVI (y tal vez habría que reflexionar más sobre ello), avanzar hacia la institución de un “papado emérito” parece una mala idea, que además iría en la dirección diametralmente opuesta a la elegida por Benedicto XVI, al menos según la reconstrucción de Gänswein, que habla precisamente de un pontificado “fuera de la ley” (este es el significado literal de Ausnahmepontifikat) y por tanto de una situación excepcional y no de una nueva figura canónica estable. Es probable que la hipótesis de una inminente institucionalización del papado emérito también haga saltar de la silla a Brandmüller, que concluye el citado ensayo, afirmando que “la renuncia al papado es posible y se ha hecho. Pero es de esperar que no vuelva a ocurrir”.

Una primera hipótesis sobre el contenido de la próxima decisión de Francisco vería una especie de regulación del “destino” de los papas dimisionarios, que se colocaría dentro de la nueva categoría jurídica del papa emérito, en analogía con los obispos eméritos. La figura del obispo emérito es bastante reciente, ya que no existía antes del Código de Derecho Canónico de 1983, y que en el can. 402 §1 establece que “el obispo cuya renuncia al cargo haya sido aceptada conserva el título de emérito de su diócesis”. La figura del obispo emérito fue definida posteriormente por el Directorio para el Ministerio Pastoral de los Obispos de 2004 (nº 225-230).

Sin embargo, no se puede pasar por alto el hecho de que el obispo y el Papa no se superponen y que, en consecuencia, el resultado es diferente en caso de renuncia. Un obispo cuya renuncia es aceptada por el Sumo Pontífice deja de ser cabeza de su propia diócesis, pero no deja de ser obispo, porque la plenitud del sacerdocio le ha sido conferida por ordenación episcopal y no por nombramiento. El papado, en cambio, no es un cuarto grado de las órdenes sagradas y el papa no recibe ningún carácter indeleble. En el orden sacramental es un obispo como cualquier otro (si se elige un papa que aún no ha recibido la ordenación, hay que preverlo), pero como obispo de Roma asume en su propia persona el oficio petrino, que le hace pastor de la Iglesia universal. Este oficio, que no coincide con la persona individual del papa (de lo contrario, con la muerte de la persona, cesaría el mismo oficio, que no sería transmisible), es sin embargo ejercido por una y sólo una persona viva, que es precisamente el obispo de Roma. Por lo tanto, está claro que en el momento en que renuncia válidamente a este cargo, simplemente deja de ser el Papa.

La historia de la Iglesia confirma lo dicho en el caso concreto de los papas dimisionarios, desde san Ponciano hasta Gregorio XII: ninguno de ellos ha llegado a ser papa emérito, ni obispo emérito de Roma. Porque el punto decisivo es que sólo puede haber un papa y el término “papa emérito” por sí solo es decididamente engañoso, porque “papa” es el sustantivo y “emérito” es el adjetivo: no se puede dar a más de una persona el título de “papa” al mismo tiempo.

Peor aún es la segunda hipótesis que se difunde en estas horas, a saber, que este Motu Proprio establece incluso un umbral de edad, 85 años, a partir del cual el Pontífice en ejercicio debe renunciar. Esto supondría un golpe en el corazón del oficio petrino por dos razones: en primer lugar porque constituiría un reduccionismo funcionalista de facto de la figura del Romano Pontífice, que sería ridiculizado como una especie de director general de una empresa internacional que debe retirarse en una fecha determinada (un problema ya relevante para la presentación de la renuncia de los obispos, a la edad de 75 años). La segunda razón, estrechamente ligada a la primera, es que el Romano Pontífice es el único que no tiene que presentar su renuncia, sino sólo declararla. Se convierte en el legítimo sucesor de Pedro por el mero hecho de consentir su elección y deja de serlo cuando, por motivos graves, expresa su renuncia (aparte de la muerte, una forma grave de locura reconocida por los cardenales, la herejía o el cisma manifiesto).

El canon 332, § 2, que regula la renuncia del Romano Pontífice, establece que “para que sea válida, la renuncia debe hacerse libremente y manifestarse debidamente, pero no se requiere que nadie la acepte”. El Papa debe simplemente dar a conocer lo que ha elegido libremente, sin esperar la aceptación de terceros. Porque él, y sólo él, es el Papa. La posible inserción de un límite de edad para el ejercicio del ministerio petrino constituiría una grave e inédita violación de esta peculiaridad del Papa, que en cambio se vería “obligado” por un Motu Proprio a declarar su renuncia, que por tanto ya no sería libre.

Si el marco canónico del “papado emérito” fuera en esta dirección, constituiría un claro ataque a la figura del Romano Pontífice; y poco importa que este ataque provenga de un papa mismo. Ningún canonista digno de ese nombre podría avalar algo así.