El Señor viene a nuestra alma



En las palabras de Jesús a Simón se nota –como cuando preguntó por los leprosos curados– un cierto acento de tristeza: entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies. El Señor, que cuando se trata de padecer por la salvación de las almas no pone límites a sus sufrimientos, echa de menos ahora esas manifestaciones de cariño, esa cortesía en el trato. ¿No tendrá que reprocharnos hoy algo a nosotros por el modo como le recibimos?


El ejemplo sencillo de un catequista a unos niños que se preparaban para recibir al Señor por vez primera nos puede ayudar a nosotros hoy. Les decía que donde habitó un personaje ilustre, para que no se borre la memoria del acontecimiento, se coloca una placa con una inscripción: «Aquí habitó Cervantes»; «En esta casa se alojó el Papa X.»; «En este hotel se hospedó el emperador Z.»... Sobre el pecho del cristiano que ha recibido la Santa Comunión podría escribirse: «Aquí se hospedó Jesucristo».


Si queremos, cada día el Señor viene a nuestra casa, a nuestra alma. Te adoro con devoción, Dios escondido, le diremos en la intimidad de nuestro corazón. Y procuraremos hacerle un recibimiento mejor que a cualquier persona importante de la tierra, de tal manera que nunca tenga que decirnos: Entré en tu casa y no me diste agua para los pies... No has tenido demasiados miramientos conmigo, has estado con la mente puesta en otras cosas, no me has atendido... «Hernos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...


»—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma». Hagamos hoy el propósito de acogerlo bien, lo mejor que podamos. «¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?


»Cuando yo era niño –recordaba San Josemaría Escrivá–, no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume... Eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor». Y enseguida, recomendaba vivamente: «comulgad con hambre, aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con encendida caridad». Así lo procuramos hacer, alegrándonos con inmenso gozo porque Jesús nos visita y se pone a nuestra disposición.