La ayuda incesante del Espíritu Santo



Después de Pentecostés, el Espíritu Santo completó la formación de aquellos que había elegido para que fueran las columnas de su Iglesia, a pesar de tantas deficiencias. Desde entonces no ha cesado de actuar en las almas de los discípulos de Cristo de todas las épocas. Sus inspiraciones son a veces rápidas como el relámpago: nos sugiere en lo más íntimo del alma que seamos generosos en una pequeña mortificación, que tengamos paciencia ante una adversidad, que guardemos los sentidos... En unas ocasiones actúa directamente moviendo al bien, sugiriendo, inspirando. Otras lo hace a través de los consejos recibidos en la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de otra persona, de la lectura de un libro bueno... Él quiere situar «en el edificio de mi vida la piedra que conviene colocar en aquel momento preciso y que es reclamada, digámoslo así, por el plano del edificio, según el estado actual de la construcción», del gran proyecto que Dios tiene sobre nuestra vida, el cual no quiere llevar a cabo sin nuestra colaboración. Y todo está ordenado, unas veces permitido y otras enviado por nuestro Padre Dios, para que alcancemos la santidad, el fin para el que hemos sido creados y en que consiste nuestra plena felicidad aquí en la tierra y después, por toda la eternidad, en el Cielo. También el dolor, el sufrimiento o el fracaso que Dios permite están orientados a ese fin más alto, que nunca debemos perder de vista: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación.


Dios nos ama siempre: cuando nos da consuelos y cuando permite la molestia, la aflicción, el sufrimiento, la pobreza, el fracaso... Es más, «Dios no me ama nunca tanto como cuando me envía un sufrimiento». Es una «caricia divina» por la que debemos dar siempre gracias. San Lucas nos habla, en el Evangelio que meditamos, de la firmeza con que Jesús marcha hacia Jerusalén, donde le espera la Cruz.


San Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús. Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro, y la gracia hizo el resto. Es lo que nos pide Dios a nosotros. Cuando, al pasar los años, el Apóstol recordara este y otros muchos acontecimientos en los que se encontraba lejos del espíritu de su Maestro, vendría a su memoria también la paciencia que Jesús usó con él, las veces que tuvo que recomenzar, y esto le ayudaría a amar más al que una tarde inolvidable le llamó para que le siguiera.