María nos libra de todas las ataduras




A la Virgen Santísima se la venera con el título de la Merced en muchos lugares de Aragón, Cataluña y del resto de España y de América latina. Bajo esta advocación nació una Orden religiosa, que tuvo como misión rescatar cautivos cristianos en poder de los musulmanes. «Todos los símbolos de las imágenes de la Merced nos recuerdan su función liberadora: cadenas rotas y grilletes abiertos, como sus brazos y manos extendidas ofreciendo la libertad..., su Hijo Redentor». Hoy, la Orden dedica sus afanes principalmente a librar a las almas de los cristianos de las cadenas del pecado, más fuertes y más duras que las de la peor de las prisiones. En la fiesta de nuestra Madre, debemos acordarnos de nuestros hermanos que de diferentes modos sufren cautiverio o son marginados a causa de su fe, o padecen en un ambiente hostil a sus creencias. Se trata en ocasiones de una persecución sin sangre, la de la calumnia y la maledicencia, que los cristianos tuvieron ya ocasión de conocer desde los orígenes de la Iglesia y que no es extraña en nuestros días, incluso en países de fuerte tradición cristiana.


Dios padece, también hoy, en sus miembros. Naturalmente, «no llora en los cielos, donde habita en una luz inaccesible y donde goza eternamente de una felicidad infinita. Dios llora en la tierra. Las lágrimas se deslizan ininterrumpidamente por el rostro divino de Jesús, que, aun siendo uno con el Padre celestial, aquí en la tierra sobrevive y sufre (...). Y las lágrimas de Cristo son lágrimas de Dios.


»De este modo, Dios llora en todos los afligidos, en todos los que sufren, en todos los que lloran en nuestro tiempo. No podemos amarlo si no enjugamos sus lágrimas». La Pasión de Cristo, en cierto modo, continúa en nuestros días. Sigue pasando con la Cruz a cuestas por nuestras calles y plazas. Y nosotros no podemos quedar indiferentes, como meros espectadores.


Hemos de tener un corazón misericordioso para todos aquellos que sufren la enfermedad o se encuentran necesitados. Debemos pedir unidos en la Comunión de los Santos por todos aquellos que de algún modo sufren a causa de su fe, para que sean fuertes y den testimonio de Cristo. Y de modo muy particular hemos de vivir la misericordia con aquellos que experimentan el mayor de los males y de las opresiones: la del pecado.


La Primera lectura de la Misa4 nos habla de Judit, aquella mujer que con gran valentía liberó al Pueblo elegido del asedio de Holofernes. Así cantaban todos, llenos de alegría: Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres el honor de Israel, tú eres el orgullo de nuestra raza. Con tu mano lo hiciste, bienhechora de Israel... La Iglesia aplica a la Virgen María de la Merced este canto de júbilo, pues Ella es la nueva Judit, que con su fiat trajo la salvación al mundo, y cooperó de modo único y singular en la obra de nuestra salvación. Asociada a su Pasión junto a la Cruz, es ahora elevada a la ciudad celeste, abogada nuestra y dispensadora de los tesoros de la redención5. A la Virgen de la Merced acudimos hoy como eficaz intercesora, para que mueva a esos amigos, parientes o colegas que se encuentran alejados de su Hijo para que se acerquen a Él, especialmente a través del sacramento de la Penitencia, y para que fortalezca y alivie a quienes de alguna forma sufren persecución por ser fieles en su fe.


A Ella acudimos también para pedirle por esas pequeñas necesidades que la familia tiene, y que tan necesarias nos son también a nosotros. Nuestra Madre del Cielo siempre se distinguió por su generosidad en conceder mercedes.